La firma gerundense Casademont, elaboradora de embutidos, desaparece para siempre como corporación independiente, tras más de sesenta años de existencia. Esta semana presentó suspensión de pagos. El expediente coincide con la oferta de compra recibida de un grupo aragonés del mismo ramo. Se ha pactado que éste adquiera la unidad productiva y a cambio se obliga a mantener la plantilla.
Tales hechos implican que la familia Casademont abandona el accionariado y la gestión. La primera ejecutiva, Adriana Casademont Ruhí, seguirá vinculada al mundo económico, al menos por el momento, en calidad de miembro del consejo de administración de Mapfre, gigante madrileño del seguro.
La cárnica catalana está especializada en fuet, salchichón, chorizo y jamón cocido. Arrastra deudas de 20 millones con la banca y de otros 10 con los proveedores. El activo apenas alcanza para cubrirlas. De ello se infiere el grave deterioro patrimonial que la casa ha experimentado en los últimos años.
A mediados de la pasada década, Casademont contaba con cerca de 15 millones en fondos propios. Semejantes recursos se han evaporado en la actualidad, como consecuencia de un alud incesante de tinta roja que ha anegado los resultados.
La compañía echó a andar en 1956 gracias al tesón de Jaime Casademont Perafita, hijo y nieto de charcuteros. En 1996 traspasó las máximas funciones directivas, en calidad de consejera delegada, a su hija Adriana Casademont, que a la sazón contaba 38 años.
En el mundillo de las sociedades familiares se suele decir que el abuelo funda el negocio, el padre lo hace crecer y el nieto lo hunde. En el caso de Casademont no ha sido necesaria la arribada a la tercera generación. Con la segunda ha bastado
La pubilla dio en prodigar declaraciones a los medios a diestro y siniestro. Su facundia y desenvoltura se hicieron famosas. No hubo foro, cónclave o acto económico que no reclamara su presencia. Ella aprovechó todas las ocasiones para cantar las excelencias de su empresa y pregonar sus planes de crecimiento y expansión por el ancho mundo.
Base no faltaba. Bajo el mando del fundador, la marca había registrado un crecimiento vertiginoso y ocupaba un puesto privilegiado entre los cuatro mayores fabricantes del sector en España.
Su sucesora impulsó la modernización de la compañía, mediante copiosas inversiones industriales. Levantó una planta depuradora y otra cogeneradora. Asimismo fomentó la exportación. Consiguió la proeza de elevar las ventas exteriores del 10% a nada menos que el 55%.
Pese a los buenos propósitos y los esfuerzos desplegados, las circunstancias generales no acompañaron. Dos décadas después del traspaso de los poderes gerenciales, el balance es desolador. El giro es hoy 43 millones, frente a los 75 que contabilizaba cuando Adriana empuñó la batuta de mando. Las cuentas de estos veinte años arrojan como saldo un quebranto total de 27 millones.
En el mundillo de las sociedades familiares se suele decir que el abuelo funda el negocio, el padre lo hace crecer y el nieto lo hunde. En el caso de Casademont no ha sido necesaria la arribada a la tercera generación. Con la segunda ha bastado. Es una pena, porque el acervo industrial de Cataluña pierde otra empresa que llegó a pasear su pabellón por todo el orbe.