Europeísmo y atlantismo, dos conceptos vinculados al despegue de España hacia su plenitud democrática. Dos hijos del mismo tronco que encumbraron a dos presidentes: Felipe González, el europeísmo, y José María Aznar, el atlantismo; el primero encaramado en el Acta Única de Delors y el segundo subido al trío impúdico de las Azores. La simplificación solo es un pretexto para fijar dos ejes que se complementan: la UE y su política de defensa.
Ambos conceptos estuvieron latentes en la breve intervención de Felipe González en Estrasburgo en el homenaje a Helmut Kohl, el pasado fin de semana. El acto a la memoria del excanciller (en medio de abrazos emocionados de líderes europeos a Juan Carlos I) fue también un laudo a la moneda única de la primera región económica del planeta “en términos de riqueza patrimonial”, tal como ha escrito Thomas Piketty, el autor de El capital del siglo XXI y La economía de las desigualdades. Las palabras de Felipe confirman el reconocimiento internacional de su aportación, que empezó con la adhesión de España en la CEE, en 1986, justo cuando abandonábamos el “furgón de cola” con el que tanto nos martilleó Juan Goytisolo.
Todavía apodado Isidoro, Felipe entendió los mensajes del viejo líder desaparecido del SPD, Willy Brandt, y mucho más tarde los renovó a través de Kohl. Entendió la Grosse Koalition, una suerte de moralidad compartida y enraizada en el llamado capitalismo renano, la economía social de mercado que florece en la intersección entre la socialdemocracia y la Democracia Cristiana, los dos grandes ríos, hoy en vías de extinción. Kohl condujo de la mano a Felipe en su visita al infierno de Dante (las cancillerías de la vieja Europa); le hizo de Pigmalión, sabedor de que podría mejorar la figura del líder español. Ante la diplomacia europea, el líder socialista se comportó como un autodidacta, pero lo cierto es que captó la política internacional por ósmosis, como lo hizo con los buenos modales el Emilio de Rousseau, un huérfano de ideología inconclusa. Alemania y la Fundación Friedrich Ebert jugaron un papel en el renacer del PSOE español. También entró en escena la larga sombra de la Ospolitik de Brandt, la primera aproximación entre las dos Alemanias calificada por Egon Bahr como el “cambio a través del acercamiento”. Y cuando la Glasnost del Este ofreció su fruto maduro en 1989, con la caída del muro, Kohl, el maestro, se lo mostró a Felipe, el alumno y ya expresidente.
Europeísmo y atlantismo, dos conceptos vinculados al despegue de España hacia su plenitud democrática. Dos hijos del mismo tronco que encumbraron a dos presidentes: Felipe González, el europeísmo, y José María Aznar, el atlantismo
España vivió la entrada en el euro con el entusiasmo de unos escogidos que no consiguieron contaminar al resto. Se encargó de hacerlo el Gobierno de la dupla Aznar-Rato, luciendo exclusividad, según la inveterada costumbre española de convertir un simple turno en un cambio de régimen. El secreto del éxito en el teatro del mundo es mantener el estado de gracia irresistible que dominó a González en sus primeros años y que se estrelló en el trazo firme de Aznar. Cuando se produjo el relevo entre ambos presidentes, el volto sciolto de la Bodeguita de Moncloa se convirtió en un centro de mesa chillón de Ana Botella. Venus y Cupido fueron desplazados por Juno y Minerva.
Hoy, en plena avanzadilla terrorista del ISIS, los valores comunes (democracia, derechos humanos y libertades) conducen a un camino nuevo que interpela al derecho internacional y al uso de la fuerza. Europa quiere cooperar sin conseguirlo en la pacificación de conflictos regionales sin el consentimiento explícito de Washington. En este nuevo escenario, el atlantismo ha salido en busca del mal, mientras que el europeísmo se constriñe a sus argumentos clásicos: la eficacia de las ideas y la cooperación. Donald Trump le ha clavado un rejón de muerte a la OTAN, muy mermada en derechos, justificaciones e inversiones. Y el cielo se ha abierto sobre nuestras cabezas desde el momento en que los escudos antimisiles han dejado de ser una promesa de seguridad eterna.
Convencido de su sorpasso en el reordenamiento del statu quo mundial, Aznar salió el encuentro de George Bush, el alguacil del Condado de Houston. Un papel paradójicamente similar al de los austracistas catalanes en la guerra dinástica (hace 300 años) contra Felipe de Anjou. Aquel conflicto, revisitado hoy por los indepes (ya son ganas) como la referencia de la nación, desembocó en Utrech, la última ratio de un capítulo de nuestra historia. Y la mirada atlántica no volvió hasta la llegada al poder de Leopoldo Calvo Sotelo, con la entrada de España en la OTAN, en mayo de 1982.
Aznar supuso que la OTAN era eterna, que el euro era obra suya, que la guerra contraterrorista se gana solo a cañonazos, que la unidad de España no precisa retoques ni debates
Felipe recurrió pocos años después a un referéndum para justificar su giro, convencido de que sin los aliados no habría proyecto europeo. Se la jugó a una carta igual que se la había jugado en el congreso de Suresnes, al rechazar el marxismo ante sus militantes. Aznar, por su parte, supuso que la OTAN era eterna, que el euro era obra suya, que la guerra contraterrorista se gana solo a cañonazos, que la unidad de España no precisa retoques ni debates. Abrazó tesis teologales; supuso demasiado y la Navaja de Ockham parte del principio de que ante dos tesis igualadas en doctrina debemos escoger la contenga menos suposiciones.
Felipe no es ningún santo. Cree que el disimulo, hábitat de los virtuosos, exime de la mentira. Pero eso será en otras latitudes porque, en España, se coge a un mentiroso antes que a un cojo. Ha dominado su partido a base de postverdades, como lo hizo cuando destronó a Borrell, ganador de unas primarias, para meter a Almunia; no pudo con ZP, pero se ocupó de su retirada en manos de Rubalcaba. Pasa por ganador, cuando en realidad ha perdido muchas veces, la última apoyando a Susana Díaz en contra de Pedro Sánchez. Y hoy, su larga mano florentina escudriña en las federaciones --la valenciana de Ximo Puig es una muestra-- para calibrar las posibilidades de un reflujo del sanchismo.
Felipe es un barón de las tinieblas aunque, en otro tiempo, fuese el rey de Dinamarca. Pese a todo, Europa le rinde armas (se vio nítidamente el pasado sábado en Estrasburgo) en recuerdo de su enorme contribución. Felipe y José María Aznar son un príncipe de la UE frente a su hermano menor.