Oriol Junqueras es un señor listo que se reputa a sí mismo cada vez que abre la boca para certificar argumentos. Se atiene a la estimación antes que al cálculo y se deja llevar por la disertación coherente, aunque lo que dice no sea casi nunca la verdad. Detrás de su engañoso trazo bizcochable, el vicepresident de la Generalitat pasa por ser un político tolerante de gran empaque democrático, cuando en realidad es el jefe de filas de un partido radical desde su mismo enunciado. Radical en el sentido de falta de orientación ideológica, con el músculo dialéctico atento a la hora de verter contenidos sociales --de boquilla--, pero con el único interés de fondo de velar por la patria convertida en República independiente. Lleva pegado a su faltriquera a Lluís Salvadó, el secretario de Hacienda, un individuo que se presume a la altura de la estadística y del cálculo de probabilidades.
Mientras se acerca el brumario del próximo otoño, Junqueras y Salvadó se entretienen (otra no tienen); anuncian y reanuncian que la Agencia Tributaria de Cataluña (ATC), al alcanzar su velocidad crucero, ha fichado a un buen número de inspectores, a los que la guardia pretoriana del cuerpo de élite considera "gestorcillos del impago", dispuestos a sacarnos el estómago por la boca. Y es que así lo anunció el mismo Salvadó: "Hemos creado un mecanismo ejecutivo de gran eficiencia, que nos permite incluir, en las diligencias contra los morosos, varios conceptos tributarios además de la renta, como los ibis, las basuras y otras tasas municipales". Es decir, el invento de la Consejería de Economía y Hacienda es la sanción ante el impago. Muy loable, después de una resaca hecha de paro, cierres empresariales, expedientes de empleo y demás historias del ajuste económico recién atravesado. Pago o embargo del ciudadano medio. Es el precio de la eficiencia que probará el contribuyente; trago amargo en el estreno de la virtualidad republicana.
Donde el Estado actuaba con manga ancha a causa de su contumaz ineficiencia (¡bendita!), llega la ímproba Agencia Tributaria de Cataluña para embargar subsidios, bienes muebles, inmuebles y semovientes. Es decir, en el altar de la racionalidad tributaria reina ya, a pleno pulmón, el conservadurismo inclemente del cobrador del frac. Pues casi es mejor que mande Cristóbal Montoro, un verso libre del trabalenguas castizo. El titular de Hacienda es capaz de caerse en un pozo cuando anda y elucubra, como le pasó a Tales de Mileto, el fundador del pensamiento jónico, mientras miraba las estrellas. La distracción es un cumplido en los tiempos que corren.
Mientras se acerca el brumario del próximo otoño, Junqueras y Salvadó se entretienen (otra no tienen); anuncian y reanuncian que la Agencia Tributaria de Cataluña ha fichado a un buen número de inspectores, "gestorcillos del impago"
Siempre displicente con el segmento autonomista que le clava la banderilla con el epíteto de "catalana", la Organización Profesional de Inspectores de Hacienda del Estado (IHE) ha advertido de que la Agencia Tributaria estatal (la que hay) se encuentra "al límite" de su funcionamiento operativo por la "carencia" de medios debido a que el Gobierno no se digna a firmar las dotaciones o que estas ni aparecen en los Presupuesto Generales del Estado.
A estas alturas, nadie duda ya de que Montoro es El Rey desnudo; se dedica a pinchar globos, solo por comprobar su escepticismo (y el nuestro) ante el ejercicio inmutable del poder. La fábula de Andersen le sirve de diversión. Diríamos que el ministro es impaciente y descreído; defiende obstinadamente aquello en lo que no cree, como los estudiantes de buena cuna del Eton College, en las clases de retórica y prosopopeya; aunque en ambas materias Montoro (no se ofenda) suspende.
Si el sistema tributario español es un brindis al sol, imaginemos el catalán. Entre nosotros, las promesas de eficiencia de los servicios públicos son como la mala hierba, difíciles de erradicar; sobreviven por igual a quienes las proclaman y a los que las combaten. En el caso de nuestra Hacienda pública, la persecución de la deuda incluirá pronto a la figura del delator y la de su contrincante natural, el topo. El primero es un vecino holgazán y envidioso, mientras que para tener un espía en el Estado hace falta tiempo dinero e inteligencia, como demostró John Le Carré en sus numerosos relatos. Donde antes funcionaban la casualidad o el destino, ahora brilla la responsabilidad política. Va por Junqueras, que presume de ATC, pero utiliza la larga mano del FLA para rescatar autovías o para devolver al peaje (y a la tasa) las vías que en un principio se construyeron como públicas. La ATC ha abierto 15 nuevas oficinas, lo que aumenta automáticamente la red de tributos de la red catalana de la que forman parte las diputaciones y el Ayuntamiento de Barcelona, una macroestructura que desborda y ofrece magnitud al resto del país. Junqueras y Salvadó parten del dato de que su agencia podría funcionar de forma autónoma muy pronto si se produjera la llamada "desconexión" del Estado. Oyendo hablar a los gobernantes, se diría que la fe mueve montañas o que todo pude pasar ahora que la ciencia se ha convertido en una religión secularizada.
Junqueras y Salvadó parten del dato de que su agencia podría funcionar de forma autónoma muy pronto si se produjera la llamada "desconexión" del Estado. Oyendo hablar a los gobernantes, se diría que la fe mueve montañas o que todo pude pasar ahora que la ciencia se ha convertido en una religión secularizada
Cuesta desmontar el mito catalán cuando se le antepone la pantalla española de un Estado ciego. Los oráculos viven en la trastienda y desde un mundo caído y sabio, los veteranos del republicanismo no han dejado de sisear al oído de Junqueras los peligros acechantes de su Octubre rojo. Es triste que a una economía abierta, con un alto superávit comercial, se le imponga el corsé de un proyecto común lleno de déficits, incertidumbres y sueños imposibles. Son casi siete años de murga, de tensión, una larga marcha sin estaciones intermedias y con final predeterminado.
Al día siguiente del 1-O o del día que sea, el campo de la opinión estará sembrado de minas. El escarnio habrá cesado, pero no podremos mirarnos a la cara sin pensar en que la censura o la metáfora habrían sido un buen sucedáneo de la verdad. En la Cataluña de hoy, la independencia es un absolutismo axiológico que sirve para enmascarar los desafíos inaplazables. La redistribución de la renta es uno de estos desafíos, el más urgente, en una sociedad resquebrajada. Y, sin embargo, el primer espada de este coso, Oriol Junqueras, refugia la necesidad bajo la manta de la virtud: el amor desmedido a una tierra que, según su criterio, no será nada si no se convierte en sujeto de derecho.
¿No se da cuenta de que negando la inminencia arruina la esencia? ¿O no sabe que otros muchos, los Trueta, Trias, Riba, Prat de la Riba, Sardà, Vicens, Nadal, De Riquer, Lluch, y un montón más pasaron por esta prueba sin olvidar nunca su pequeña contribución? A Junqueras le tira más el heroísmo que el oficio (sus aulas huérfanas). Ha de saber que construir una cultura tributaria de país moderno es mucho más difícil que sancionar con una mano al contribuyente y, con la otra, levantar el estandarte.