Somos un país industrial, que hoy está de luto. Sí, esta vez sí; Vicens Vives lo habría introducido en su lista de capitanes pincelados como líderes de la Cataluña empresarial. Casimiro Molins, presidente de Cementos Molins, se va a los 97 cumplidos con sigilo, tal como se movía alrededor de su despacho corporativo en la Pedrera del Paseo de Gracia, acompañado de su hijo, el profesor Joaquim Molins López-Rodó. Este último evocó ayer, en el funeral del gran empresario, la figura de su padre, Casimiro (seis hijos y 24 nietos), como el "último capitán de industria", un hombre que supo mantener en pie la imaginería como ingrediente (igual que ocurre con otras figuras en el campo del arte o de la medicina avanzada) de un país con vocación global, pero tocado de una extraña afinidad autodestructiva, que mastica los efluvios de aislacionismo. Nuestro mundo de ayer ha extinguido a sus vanguardias: además de Casimiro, nos faltan Duran Farell, Carlos Ferrer Salat y Juan Antonio Samaranch, por citar a tres indiscutibles, que detendrían el derecho al cataclismo.
Ciments Molins, la gran cabeza multinacional del cemento español (más allá de Uniland Cementera, de los Fradera y Romeu de Delás, que se bajaron del tren autóctono, y de otros que vendieron sus empresas), tiene implantación en una docena de países, en los que ha tejido su red global. Hace ya mucho que los Molins fundaron Cementos Avellaneda en Argentina, el origen de una cadena de cementeras integrales que han ido llegando a México, Perú, Bolivia, Uruguay, Bangladesh y Túnez. La empresa de matriz catalana vivió de lleno la fiebre de las fusiones y adquisiciones a principios de los noventa, con la llegada a España de las mayores compañías del sector. Molins se asoció con Ciments Français para cotizar en los mercados, y años después recompró su participación al socio galo.
Casimiro Molins supo salir de sí mismo para ir al encuentro del pensamiento racional, que hoy se aleja de nuestras élites políticas. Su mundo fue el de la mejor Cataluña dentro de la España posible
La cabeza de Casimiro como industrial nunca ha dejado de analizar costes y oportunidades. Aunque no ha sido estrictamente el empresario schumpeteriano, porque supo salir de sí mismo para ir al encuentro del pensamiento racional, que hoy se aleja de nuestras élites políticas. Su mundo fue el de la mejor Cataluña dentro de la España posible. Encontró destinos a favor del viento, como la relación con su cuñado Laureano López Rodó, alma del desarrollismo y la estabilización junto al gran Joan Sardà Dexeus y el genio Fabián Estapé. Impulsó la asociación exportadora Hispacement, que cubrió con éxito economías de escala en los años de los grandes márgenes. A título individual, fue accionista de referencia del Banco Popular de los Valls Taberner en la etapa en la que la entidad recibía anualmente el galardón de los mejores ratios de parte del Banco de Pagos de Basilea. "Casimiro fue industrial y asumió el papel de capitán por oposición al modelo del turbo capitalismo financiero que triunfó en España hasta el momento del estallido de la crisis con la caída de Lehman de 2008", recuerda Joaquim Molins, que ha acompañado a su padre en la gestión de la compañía, como consejero en el principal órgano mercantil de la cementera.
Casimiro amó la sociedad civil. Se batió el cobre sin gritos ni alharacas en el mundo discreto de las ideas que circundan los mentideros más poderosos, aquellos que dirigiendo nunca se asoman al escenario. Pertenece a la generación notable del Círculo de Economía que sembró la "época de la influencia, no de la importancia" (diría Nacho Camí, directivo del Banco Sabadell y exsecretario de la entidad durante el mandato de Juan Antonio Delgado). En el Círculo, baldón de la opinión económica española, Casimiro compartió mesa, mantel y juegos de palabras con sus mejores amigos (entre ellos Quique Corominas, otro expresidente de la institución), en los mejores años de Lloret, sede de las jornadas anuales que hoy se celebran en Sitges. Y lo ha seguido haciendo mucho tiempo después, gracias al VESP (veteranos sobradamente preparados), un grupo de opinión sin difusión en el que han participado fueras de serie como Pep Esteve, Joan Uriach y Juan Echevarría Puig, entre otros.
Con la industria en el corazón, queda lugar en la cabeza para los servicios financieros. Así lo vio Casimiro en la fundación del Banco Atlántico (fagocitado mucho después por el Sabadell de Josep Oliu). Fue en los años setenta del siglo pasado, y le acompañaron ejecutivos como Ferrer-Bonsoms. El Atlántico de entonces se erigió en paradigma de la llamada banca industrial, la que nos sacaría de la crisis del petróleo y de los tiempos agostados gracias al impulso del sentido del riesgo. El Atlántico peleó por el mercado de empresas con Bankunión y los aurigas financieros de Emilio Botín, entonces joven banquero y sucesor de Aguirre Gonzalo (Banesto) en los llamados siete grandes.
El Atlántico fue tocado por la furia de Ruiz Mateos, pero los accionistas recuperaron su dinero gracias al buen hacer de los Bonsoms, Molins y compañía. Hoy, los recuerdos no enturbian el buen momento de la pre Transición, a pesar de la inflación y del vértigo al futuro. Casimiro, reconocido miembro del Opus, fue parte del cambio de modelo que, desde el medio siglo hasta la entrada de España en la CEE, condujo al país al europeísmo sin condiciones.