La moción de censura permitió a Pablo Iglesias hablar todo lo que quiso desde la tribuna. Lo aprovechó básicamente para golpear duramente a la corrupción galopante, intentar hacer las paces con los socialistas y proclamar su idea de España. Una idea inequívocamente unionista: el plurinacionalismo. De momento está solo ahí. El unionismo no gusta ni a Rajoy, porque es un unitarista, ni a Puigdemont que es un secesionista. Y no se sabe aún si Pedro Sánchez se inclinará finalmente por la máxima expresión política de la nación de naciones o se quedará en la versión histórico-cultural de la expresión popularizada por Anselmo Carretero.
Hacía tiempo que en el Congreso nadie hablaba durante tanto rato de una idea de España alternativa a la consagrada en la Constitución. Habitualmente, la cuestión se limita a un rifirrafe parlamentario para constatar la confianza ciega de ERC en el referéndum unilateral y de comprobar la fe en la fuerza de la legalidad constitucional del PP. La propuesta de Iglesias no contenta, de entrada, a los beligerantes porque no es una solución para mañana, ni siquiera para el año que viene. Y el conflicto está planteado en este momento en términos de desafío urgente y ninguno tiene tiempo para esperar cambios radicales.
Este no es el único inconveniente de la reforma constitucional planteada por Iglesias. Modificar el estado unitario descentralizado en comunidades autónomas, a partir de la concepción de una España única, va a requerir seguramente algo más que una mayoría parlamentaria dispuesta a reconocer el carácter plural y plurinacional de España. Dar la vuelta al concepto unitarista no va a ser posible sin la creación de un consenso social que apoye esta vuelta a los orígenes plurales de los pueblos de España. Será complicado para una ciudadanía formada desde hace generaciones en el mantra de la unidad de destino o para quienes han seguido un master acelerado del destino manifiesto de Cataluña.
La cuestión central y la más peliaguda de la propuesta del Estado plurinacional es que en realidad solo puede nacer del acuerdo de la soberanía de las partes, porque de no nacer de este respeto sería una imposición y entonces estaríamos donde siempre
Tampoco será fácil casar la pluralidad nacional con el concepto de la soberanía nacional vigente. Rajoy le quiso enfrentar en diversas ocasiones a esta disonancia, sin embargo, Iglesias evitó pronunciarse. Hizo bien porque esta es una cuestión teórica que no puede enfrentarse en tres minutos ni en dos folios.
La soberanía tradicionalmente considerada es siempre una e indivisible además de imprescriptible, decía Borel hace más de un siglo. La tradición, sin embargo, ya choca, por ejemplo, con la flexibilidad conceptual de la soberanía atribuida al conjunto de poderes soberanos de una unión como la europea y no pasa nada. ¿Alguien se acordó de la soberanía española cuando se modificó el artículo 135 de la Constitución para aceptar el control del déficit impuesto por Bruselas? Pocos. Y ya son muchos los que defienden la substitución de la soberanía nacida de la revolución francesa por la lealtad entre los poderes legítimos de la unión y sus integrantes como fórmula de futuro.
La cuestión central y la más peliaguda de la propuesta del Estado plurinacional es que en realidad solo puede nacer del acuerdo de la soberanía de las partes, porque de no nacer de este respeto sería una imposición y entonces estaríamos donde siempre. Cómo realizar este proceso de ejercicio de la soberanía de las viejas naciones para crear un Estado soberano que siga respetando las suyas es casi la pregunta del millón constitucional. Muy difícil de articular y consensuar esta nueva ley, pero mucho más realista que querer batir la idea de la secesión con las únicas palabras de la ley vigente.