Ha rematado su seis de octubre subiéndose al mástil institucional sin importarle la degradación moral del gesto que nos divide. Carles Puigdemont limita al norte con la sentencia del Palau y al Sur con el escurridizo Germà Gordó, que ha hecho un Rita Barberá ("dejo el cargo pero no el escaño") antes de contarle a la fiscalía el trapicheo que vivió como gerente de Convergència. El ridículo es de tal magnitud que el dalái lama no sabe dónde meterse, mientras Artur Mas se ha hecho transformista; un día es Mahatma Gandhi y el otro se pone en la piel del reverendo Luther King.
Sustituyó en la AMI (Asociación de Municipios por la Independencia) a Josep Maria Vila d'Abadal, el Cavaller de Vidrà, pensando acaso que Vic sería una buena capital para la futura República catalana. Pero Carles Puigdemont entendió pronto que la Ciutat dels Àngels no tiene el pedigrí que busca el nacionalismo desde que sus cachorros del 92 trataron de boicotear los Juegos Olímpicos con las pancartas del Freedom for Catalonia, desplegadas en Montjuïc. Este hombre, la más alta dignidad de la nación, proviene de la imaginería poética de Verdaguer y de la historiografía romántica de Soldevila.
Cuando Barcelona era la urbe postmoderna de Maragall, el nacionalismo se atrincheró en guetos rurales: CDC entre Roda de Ter y Sant Miquel del Fai, pongamos por caso, y ERC, entonces incipiente, bajo el eslavista Heribert Barrera, en suburbios intelectuales como el clan de Tarragona, les Proses de Ponent o la vocinglera Crida de Àngel Colom y Jordi Sànchez. Convergència quiso recuperar la hegemonía barcelonesa. Pero salvo el caso de Miquel Roca (y en parte del ubicuo Pujol i Soley) los convergentes no pertenecían a ninguna de las operaciones que empujaban el renacimiento cultural catalán que no fuesen la Abadía de Montserrat (por el lado de los abates, nunca de los intelectuales de la orden como Maur Boix o Hilari Raguer, impulsores de Serra d’Or), o las empresas y patronatos que Banca Catalana impulsó como el caso emblemático de Enciclopèdia Catalana. CDC no estaba ni se la esperaba en los enconos del tardofranquismo. Entre los destacados de la Cofradía Virtelia, Maragall, Federico Mayor, Lluís Bassat, Ricardo Bofill, los hermanos Gomis, Ibáñez Escofet, Jordi Llobet o Alfonso Carlos Comín se hablaba de cristianismo y de democracia; el mundo de la educación se había levantado a través de un ambiente crítico salpimentado de nacionalistas ma non troppo. En los años de fer país, la nobleza convergente se forjó como lo que es: una escuela de negocios vertida sobre las tangentes del poder.
Con estos antecedentes, ¿dónde coloca uno el punto de partida de un currículo digno de la posteridad? ¿En qué momento entendió el joven Puigdemont que le compraríamos su encaje en el mundo de pagès? ¿Escogió entonces la ensoñación pairalista de la pared de carga y el arco de volta? ¿O tuvo que esperar un par de décadas para inventar su currículo campesino? La política se ha poblado de conservadores que hacen de sus limitaciones su gran disculpa. Y casi siempre el mal está en el origen. En 1992, Puigdemont participó en aquella funesta Operación Garzón en la que los independentistas detenidos confundieron su deseo de convertirse en héroes con la realidad de su condición: eran simples víctimas prosaicas de una aventura desmedida. Por eso encajó Puigdemont con la radicalización de Mas y los suyos. La capacidad de revisitar la memoria y moverla a su antojo es el deporte de riesgo del nacionalismo.
El independentismo de Puigdemont está provisto de una caridad política que revisa el derecho internacional reposado sobre la soberanía de los estados
El president habla de su encaje rural. Pero no se ha desviado de los entornos de Can Cos en Pla de l'Estany, o de Can Gridó en Castellfollit de la Roca. Los Tassi de Puigpalter o la Vila de Trinxeria en plena Garrotxa son ahora monumentos arquitectónicos restaurados para disfrute dominguero de sus tenedores. La masía, que fue una de las bases fundamentales de la arquitectura catalana, es hoy un monumento ornamental. Está tan desdibujado el venir de pagès como rememorar los levantamientos carlistas de Zumalacárregui y Savalls, en las Guilleries.
Las trampas del pasado, hay que decirlo, se han convertido en la forma diplomática que adopta el engaño. El independentismo de Puigdemont está provisto de una caridad política que revisa el derecho internacional reposado sobre la soberanía de los estados. Él avanza en las arenas movedizas del derecho de los pueblos a decidir sobre sí mismos, cuya traducción patética acaba siendo el derecho de los jefes a disponer de sus vecinos. A base de panoplias de este tipo, los panarabistas sirios e iraquíes del antiguo partido Baaz (las familias Assad y Husein) han tardado menos de un siglo en exterminar a sus naciones.
Para hacer y deshacer hilos y ovillos no queda casi tiempo. Y pensando en las prisas, el president catalán hizo el pasado viernes un Diógenes en el Palau de la Generalitat: no les pidió permiso a los miembros del Gobierno sino que les exigió que le devolvieran este privilegio. Es una revisitación de la devolution irlandesa que acabó con el Ira y pacificó Londonderry. Nada que ver.
Su pregunta en el Pati dels Tarongers lleva dentro la independencia y la república, es decir una tarantela infinita en la que se pronostican cinco años más de debate. Es el procesismo como continuación del procés. Después del anuncio, el estilo del president no electo (le debe su cargo al dedazo de Mas), se supone que volverá a sus preocupaciones de pagès, como el precio del trigo o el Arancel Cambó. Él reivindica la Cataluña "nación milenaria". Va directo a los márgenes y los caminos de ronda, aquel mundo de ayer que Josep Pla definió como la "gangrena interior". Se sitúa en el origen de la yunta para reescribir el pasado, como los actores de la serie El Ministerio del Tiempo. Pero no es inocente. Viaja al huevo de la serpiente.