Pálido y desarbolado, como Dirk Bogarde en el film de Luchino Visconti basado en la obra de Thomas Mann, nuestro honorable presidente Puigdemont ha ido a morir a Venecia, ciudad de máscaras y espejos, apariencias e ilusiones románticas. El óbito no le ha sorprendido de impoluto blanco, maquillado con polvo de arroz, sudoroso y enajenado en una tumbona en la playa del Lido, contemplando con mirada perdida ese mar por el que todo viene y se va, incluso las ilusiones y las esperanzas.
Disculpen inicio tan literario. El fallecimiento político de Puigdemont y su proceso no merece alardes prosaicos, al menos no en la primera acepción del término --lo relativo a la prosa--; aunque convendrán conmigo en que sí encajaría en la segunda acepción, que se utiliza para describir lo vulgar, anodino, insulso y convencional de algunas vidas y empeños.
Tras diez días en los que el pastelero de Girona ha logrado insuflar nueva vida al abandonado género epistolar, todo parece llegar a su previsible final. El intercambio de misivas comenzó con una carta oficial a Mariano Rajoy, el antidemocrático presidente de un no menos antidemocrático Estado español --al que Antoni Balasch (PDeCAT) describe como “una dictadura del siglo XXI, basada en la posverdad, el miedo y la intimidación y coacción al pueblo”--. En esas líneas protocolarias, el líder catalán le venía a decir a don Tancredo: “Le conmino a que deponga las armas y acepte de buen grado un referéndum de secesión, que pienso anunciar en breve, ya que como usted bien sabe lo piden, reclaman y exigen 28 de cada 10 catalanes”. Como no podía ser de otro modo, el gallego repuso a vuelapluma: “Verá usted... El problema está en que ni puedo, ni quiero, ni me da la gana. Utilice los cauces constitucionales y venga a darnos la brasa al Congreso de los Diputados, que todos estaremos encantados de echarnos una siesta en el escaño. Traiga, eso sí, butifarras y mongetes, que el ajoaceite ya lo sabemos hacer aquí”.
Cuando Puigdemont exige a Rajoy que explique claramente hasta qué punto está dispuesto a llegar para impedir el reférendum, lo que está pidiendo a gritos son tanques Leopard que justifiquen su estúpido victimismo
Es evidente que Puigdemont, a pesar de su sempiterna expresión alelada, no tiene un pelo de tonto en su peluca, y se negó en redondo, porque ir para sufrir un escarnio en toda regla, a lo Ibarretxe, no entra dentro de sus planes. Soltó cuatro exabruptos y acusó al Estado de “derivar hacia un régimen autoritario”.
A partir de ese momento, todo se aceleró. Desde el Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, elevando el tono, dejó claro clarete al Govern que no permitirían de ningún modo otro 9N; que esta vez no habría urnas, ni de cartón ni de metacrilato. Y que si hay que ir, se va, que no ir es tontería.
Y esa firmeza ha sentado fatal en el mundo independentista, que se cuece en su propia bilis, echa espumarajos por la boca, maldice y amenaza, como un Polifemo cegado. A diferencia del shakesperiano Ricardo III, Puigdemont no reclama un caballo que le saque del fragor del combate. Cuando exige a Rajoy que explique claramente hasta qué punto está dispuesto a llegar para impedir el reférendum, lo que está pidiendo a gritos son tanques Leopard que justifiquen su estúpido victimismo; tanques que entren por la Diagonal, helicópteros Tigre, unidades del Ejército de Tierra, la Guardia Civil, la Legión y la cabra. Sobre todo que no falte la cabra. Que la cabra en Barcelona representaría el fin de España.
En esa atmósfera prebélica, todos los orates del proceso se han apresurado a echar gasolina al fuego, como ya hizo Quim Arrufat cuando suspiraba con “quemar la calle, ya que sería deseable que hubiera muertos para internacionalizar el conflicto”. En esa tesitura perversa, Martita Rovira, fenotipo morfológico y mental de catalana repelente, acusa al PP y a C’s de ser antidemócratas; Jordi Cuixart, de Òmnium, alerta de que “como pueblo maduro que somos, no debemos descartar nada, que ya nos han bombardeado muchas veces y nos han fusilado presidentes”; Carod-Rovira, finalmente, pone la guinda al despropósito, calculando los efectivos de los que dispone el ejército --blindados, compañías, logística y operatividad-- y hace números de lo que costaría, a nivel humano y económico, ocupar y sojuzgar Cataluña.
El nacionalismo catalán, como decimos en esta tierra, tiene una muy mala pieza de tela en el telar. Se le hunde el chiringuito, se le acaba el tiempo
Si no fuera porque tanta ridiculez desata la hilaridad, sería para echarse a llorar amargamente. Los catalanes no nos merecemos a esta pandilla de rufianes.
Y volvemos al comienzo, al momento en que un acorralado Puigdemont manda su cartita a la Comisión de Venecia, en vistas a asegurarse una mínima empatía por parte de los escurridizos Rabell, Coscubiela y Colau, a fin de ganar tiempo, con la esperanza de que alguien le dé la razón o entreabra una puerta de salida. La respuesta ya la conocen. Viene a decir: “Cíñase usted a la Constitución, a la ley, a la legalidad vigente; negocie utilizando los cauces establecidos al efecto y que la fuerza le acompañe”. Blanco y en botella, aunque el paniaguado Vicent Partal considere que es un demoledor bofetón al Gobierno de España.
Estando así las cosas, de nada sirve anunciar fecha y pregunta esta semana; aprobar leyes antidemocráticas en pleno verano y seguir soliviantando al rebaño. El PDeCAT no podrá prolongar la legislatura y será barrido por ERC en unas elecciones; Germà Gordó puede provocar una hecatombe, en el caso del 3%, si acaba tirando de la manta ante el TSJC; Artur Mas y los responsables del 9N podrían volver a comparecer ante los tribunales, a petición de la Fiscalía General del Estado, y quizá terminen pagando de su bolsillo esos cinco millones de euros que nos costó a todos la charlotada.
El nacionalismo catalán, como decimos en esta tierra, tiene una muy mala pieza de tela en el telar. Se le hunde el chiringuito, se le acaba el tiempo. Sólo puede correr delante de la ola, buscar un final épico, morir matando y causando indecible sufrimiento a todos. Es lo único que sabe hacer, lo que lleva haciendo desde hace cinco años. Todos ellos son unos diletantes, unos procrastinadores, unos mediocres, unos sinvergüenzas. Lo peor de Cataluña en milenios, se mire por donde se mire. Jamás han gobernado, porque a ellos la gente les importa un comino.
Hasta aquí nos han traido. El cielo los confunda. No tienen perdón.