El efecto más nocivo de la corrupción, cuando se desarrolla en ámbitos culturalmente tribales, no es el quebranto económico, sino el que tiene que ver con la sociología. El dinero robado puede recuperarse o considerarse amortizado si entendemos su sustracción como un inevitable coste de nuestro particular sistema de gobierno, donde quien toma las decisiones que nos afectan a todos nunca paga las consecuencias de sus errores individuales con su hacienda, sino con la nuestra. Pero lo que resulta incurable es el relativismo moral que, igual que un virus bíblico, afecta de inmediato al cuerpo social que llamamos ciudadanía cuando contempla la corrosión de los principios más elementales. Son escasos los individuos capaces de resistir sus efectos, cuyo poder llega a borrar de golpe la educación recibida durante décadas.
En España hemos llegado a un punto de degeneración en el que hasta las cosas más evidentes --como la imparcialidad de la justicia-- necesitan abrirse camino entre quienes, sin traumas ni apuros, justifican conductas inaceptables. Una muestra es la discusión sobre la independencia del magistrado que presidirá el tribunal de los ERE, causa que sentará dentro de unos meses en el banquillo de los acusados a los expresidentes socialistas Chaves y Griñán. Pedro Izquierdo, que así se llama el juez al que ha correspondido la ponencia principal de esta causa, magistrado de la sección primera de la Audiencia de Sevilla, ocupó durante seis años --entre 2008 y 2014-- un alto puesto directivo en la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía, precisamente durante los gobiernos de los dos principales acusados. Izquierdo decidió entonces dejar la toga por la política, ocupando por designación digital un cargo institucional --secretario general de Justicia-- con rango de viceconsejero y considerado el número tres jerárquico de su departamento. En 2014 regresó a la Audiencia, donde ahora, gracias a un sorteo, le han encomendado juzgar a los que durante más de un lustro fueron nominalmente sus jefes políticos. Él sostiene que nunca mantuvo una relación personal con ellos, pero es indudable que sí tenía una vinculación de índole jerárquica. Directa. Expresa.
La lógica más elemental aconsejaba que, una vez designado ponente del caso ERE, Izquierdo hubiera presentado motu proprio su renuncia. Hubiera sido un gesto digno de aplauso. Para que la justicia haga su trabajo es necesario no sólo que sea independiente, sino que lo parezca
La lógica más elemental aconsejaba que, una vez designado ponente del caso ERE, Izquierdo hubiera presentado motu proprio su renuncia. Hubiera sido un gesto digno de aplauso. No tanto porque se dudase entonces de su imparcialidad, que obviamente fue puesta en cuestión por las partes, sino porque para que la justicia haga su trabajo es necesario no sólo que sea independiente, sino que lo parezca. Y este segundo extremo aquí no se cumple ni por el lomo. El asunto es tan evidente como que al día sucede la noche y viceversa. Pero, asombrosamente, el magistrado no sólo no quiere renunciar a su condición de presidente del tribunal, sino que, tras ser recusado por las acusaciones populares, ha hecho un escrito en el que dice no ver motivo para ser apartado de sus funciones y alerta de que las dudas sobre su independencia suponen "una perturbación del sosiego y la tranquilidad del tribunal".
Parece que el juez es el único que no ve --o no quiere ver-- lo evidente. Lo trascendente ya no es su independencia, de la que lícitamente puede dudarse, sino su sentido de la vista. Si no es capaz de reparar en que su situación es comprometida, ni tampoco actuar en beneficio del interés general --que se celebre un juicio sin sombra alguna de duda--, resulta bastante improbable que vaya a ser capaz de apreciar todos los factores de una causa tan compleja como los ERE. La Audiencia de Sevilla, que tiene que resolver su posible recusación, dirá la última palabra sobre su continuidad o su relevo. Pero, decida lo que decida, el propio magistrado ya se ha colocado al margen del equilibrio necesario para poder juzgar a nadie. Puede que no exista razón legal para recusarlo. Pero esto no importa mucho. La razón esencial para hacerlo es de otra índole. Sencillamente es una cuestión de decoro. O de ética, si lo prefiere. Nos parece un motivo más que suficiente. E incluso de rango superior al jurídico.