En las últimas dos décadas, una de las frases comodín utilizadas por los políticos europeos ha sido: "El país necesita reformas estructurales". La han usado repetidamente los conservadores y también los socialistas. Los primeros casi siempre, tanto en las etapas de expansión como en las de recesión. Los segundos, por regla general, cuando la economía no iba bien e independientemente de la causa de su mal funcionamiento.
Para unos y otros, las reformas estructurales constituyen el maná divino que lo arregla casi todo. Desgraciadamente, no es así. Son útiles cuando los principales problemas económicos del país tienen su fundamento en las ineficiencias observadas en la producción de bienes y servicios. Es decir, en el lado de la oferta. En cambio, son contraproducentes y, en lugar de arreglar un problema, crean generalmente uno adicional, cuando la disminución del PIB y la elevada tasa de paro tiene como principal causa una gran caída del gasto de las familias. En otras palabras, si la clave está en el lado de la demanda.
A diferencia de las políticas de demanda, las reformas estructurales generan importantes costes sociales, incluso cuando tienen éxito y logran incrementar el PIB y reducir la tasa de paro. Los principales son una distribución de la renta más desigual entre los trabajadores y los directivos y empresarios, así como una reducción de las prestaciones sociales, especialmente notada por las personas con menores niveles de renta. En resumen, suelen enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres.
Las reformas estructurales son contraproducentes cuando la disminución del PIB y la elevada tasa de paro tiene como principal causa una gran caída del gasto de las familias
La pasada crisis de la zona euro constituye un perfecto ejemplo de utilización inadecuada de las políticas de oferta. La gran recesión tuvo como principal causa la gran caída de la demanda de bienes provocada por la disminución del crédito generada por bancos con nula o escasa solvencia. No obstante, la solución no fue la del manual de economía que cualquier alumno, sea de ESO, bachillerato o universidad, tiene en una de sus estanterías: generar una aumento de la demanda que compense la anterior caída. Para mi sorpresa, la respuesta fue disminuir aún más aquélla y aplicar reformas estructurales.
Dicha solución equivalía a operar de un problema en la pierna derecha a alguien que únicamente lo tenía en la izquierda. Evidentemente, el resultado fue el obvio: una prolongación innecesaria de la crisis y un gran descontento entre los ciudadanos. De forma paradójica, la mayoría de los países realizó grandes reformas estructurales, pero las entidades financieras, las principales causantes de la gran recesión, sólo tuvieron que realizar cambios cosméticos.
El remedio empleado no fue fruto del desconocimiento, sino del deseo de los políticos alemanes y de sus aliados tradicionales (holandeses, austriacos, finlandeses, etc.) de aprovechar la crisis para generar una profunda transformación económica y social en los países de la zona euro. En concreto, constituía una oportunidad para sustituir de forma definitiva el capitalismo renano, predominante en Europa occidental después de la II Guerra Mundial, por el anglosajón. Por tanto, el objetivo era convertir a la zona euro en un clon de Estados Unidos.
Uno de los más fervientes partidarios del cambio fue el gobierno holandés, una coalición de liberales y socialdemócratas, surgido de las elecciones de 2012. Con la finalidad de preparar a la población para los nuevos tiempos, hicieron que en uno de sus discursos el rey Guillermo (septiembre de 2013) propusiera "la sustitución del clásico estado del bienestar de la segunda mitad del siglo XX por una sociedad participativa". Indudablemente, la frase era un eufemismo que pretendía indicar que, con la finalidad de llevar el déficit público a niveles muy reducidos, el Gobierno tenía previsto reducir próximamente las prestaciones sociales.
La pasada crisis de la zona euro constituye un perfecto ejemplo de utilización inadecuada de las políticas de oferta
En dicho ejercicio, Holanda no tenía ningún problema estructural importante. Ni había padecido la explosión de una burbuja inmobiliaria, ni sus empresas habían perdido competitividad, tal y como le sucedía a Francia. En 2013, a pesar de su escasa población, era el 7º exportador mundial y el país occidental con el ratio más elevado exportaciones / PIB.
Cuatro años después, Holanda ha tenido en vilo a Europa. Un partido ultraderechista y xenófobo podía ganar las elecciones y tenía remotas, pero no nulas, posibilidades de gobernar. Si ello ocurría, la zona euro volvía a estar en peligro. La clave de su ascenso en las encuestas era el descontento de los más humildes. Aunque Holanda continua siendo uno de los países más ricos del mundo, el nivel de vida de los más pobres ha bajado significativamente durante los últimos años por las menores prestaciones sociales.
Afortunadamente, todo ha quedado en un susto y el voto de los descontentos se ha repartido entre diversos partidos, algunos de ellos de izquierdas. Los políticos europeos han respirado aliviados, pero nadie tiene intención de hacer nada para impedir que en otro país el peligro se convierta en realidad. Tampoco parece que hayan entendido el mensaje los dirigentes socialistas de otras naciones, al observar la estrepitosa caída de sus correligionarios holandeses (el Partido Socialdemócrata ha pasado de 38 a 9 escaños).
Ustedes se preguntarán: ¿cuál es la solución? Macron no lo es y tenga dudas de que lo sea Schultz. Hace unos años, pensé que lo sería Hollande y me equivoqué por completo. Ha sido un gran fraude para sus votantes. En fin, la esperanza es lo último que se pierde.