A la política le pasa como a la justicia: de cerca pierde el glamour. Lo que parece complicado de entender es muy simple. Lo que sucede a sus señorías, políticas y judiciales es que cuando se ponen sus guardapolvos de trabajo, togas o trajes, parecen muy pichis. Pero en ropa interior no se diferencian del resto de los mortales. Claro que, puestos en este lance, me fío más de las togas. No es una simple cuestión de fe: unos tienen el cargo porque se han quemado las pestañas superando unas oposiciones, y los otros porque el que manda les ha ungido con el dedo mágico que se puede ver en la bóveda de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.
No tengo ninguna duda de lo que ha pasado en el Palau de la Música, pero no por lo que hayan dicho unos arrepentidos a la fuerza (la pareja Millet y Montull y la hija de los recados, que --como la Infanta-- no se enteraba de nada). Lo que dice el extesorero de Convergència tiene el valor de ser la voz de su amo, que a su edad puede decir lo que quiera porque sabe que no entrará en la trena.
Artur Mas dice que se cree a su lacayo y no a los pintas del dúo dinámico que cantan a los magistrados la misa de réquiem por Convergència. Yo sí creo a los dos pintas, no tanto por lo que dicen que han hecho sino por lo que ha hecho el Mas tenor de todos los Artur, el aspirante a cortar la cinta estelada de la República independiente de mi casa.
¿Y qué es lo que ha hecho? Muy sencillo y fácil de comprender: todas las decisiones que toma un político son fáciles de entender con una sola pero indispensable condición, que tengas en tu poder toda la información.
El último crédulo que tire de la cadena porque no sólo la taza huele mal sino que del suelo asciende una tufarada de ácido úrico muy desagradable
El objetivo final de los políticos se divide en dos bloques: los que tienen el poder, conservarlo; los que no lo tienen, conquistarlo.
Los discursos para convencer a la soberanía nacional es el envoltorio con un lazo rojo, azul, morado o naranja. El arco iris tiene muchos colores para elegir.
Cuando un político toma una decisión que desconcierta, una de dos: o está pirado --que es la excepción--, u oculta algo vergonzoso que no puede enseñar. La decisión de Mas de matar al padre, al frondoso árbol del partido plantado en 1974 por Jordi Pujol, era, desde el punto de vista de la lógica política, el suicidio de un partido que no se arrugó durante los siete años de su travesía en el desierto, venciendo en 2010 con amplia mayoría. ¿No tenía buenas raíces electorales? Convergència parecía un olivo capaz de resistir todas las tramontanas de este país en forma triángulo imperfecto de viruela mordisqueada.
Cuando Mas dijo que había que refundar un partido --según él, impoluto y sin mancha alguna--, no entendí por qué había que matar una organización tan virginal. Hay que ser la tonta del bote y comerse los mocos para creer que su padre putativo no tenía mácula.
Por eso creo que lo del 4% va a misa. ¿Y Mas lo sabía? Si nos creemos que la infanta Cristina no sabe quiénes son los Reyes Magos porque, como a Lina Morgan, le daban una piruleta para que estuviera la mar de contenta; si de verdad creemos tanta ingenuidad, tendremos que sospechar que Artur Mas también es el tonto del bote, y si eso creen sus votantes, también lo son...
En fin, el último crédulo que tire de la cadena porque no sólo la taza huele mal sino que del suelo asciende una tufarada de ácido úrico muy desagradable.