No hay desgracia que no tenga un lado milagroso. La queja de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) denunciando unas supuestas amenazas de los jacobinos de Podemos contra algunos de los periodistas que cubren su actividad pública ha resucitado a un gremio en el que casi todos --si somos sinceros-- pensamos que estamos medio muertos, con independencia de si hemos pasado ya por el molesto trance del sepelio (sin honores, por supuesto) o, como dejó escrito Cervantes, caminamos todavía con el pie en el estribo. El acoso a la libertad de prensa es inherente a este hermoso, menguante e incomprendido oficio que consiste, como dejó dicho Manuel Chaves Nogales, en andar y contar lo que pasa. Nada más. Nada menos.
Sobre las presiones como arma de destrucción periodística contamos en España con doctores, licenciados y multitud de grados. Casi todos hemos recibido en algún momento una de esas advertencias susurradas que no expresan más que el capricho cortijero de alguien que cree que camina por encima del bien y del mal. Es un fenómeno general. Ecuménico: se produce a todos los niveles, en todos los territorios y afecta a todos los ámbitos, desde el poder económico y político a la más humilde comunidad de vecinos, que también piensa que su lucha civil merecería ser una excepción a las rígidas reglas de la profesión. A saber: pasar el antivirus a todo lo que se mueva, contrastar y construir un relato honesto a partir de la enumeración fría de los hechos. Diríamos que las presiones contra los periodistas son como el amor en el soneto de Lope de Vega: "Quien las probó, las sabe". Y, sin embargo, parece que algunos las han descubierto ahora, igual que el mar Mediterráneo.
Causa rubor, por no decir vergüenza ajena, oír a determinados políticos, incluidos los parlamentarios que votaron la ley mordaza, simular defender a los mismos periodistas cuya cabeza probablemente han pedido en bandeja de plata a sus editores un par de días antes
Causa rubor, por no decir vergüenza ajena, oír a determinados políticos, incluidos los parlamentarios que votaron la ley mordaza, simular defender a los mismos periodistas cuya cabeza probablemente han pedido en bandeja de plata a sus editores un par de días antes. No es nada personal, claro. Simplemente lo hacen porque el viento sopla en la dirección favorable para ponerse la máscara de demócratas. A solas son muy diferentes. Una auténtica tropa. La hipocresía sale gratis en un país donde tener principios se interpreta como un grave problema. Lo extraordinario no es que un político intente amedrentar a un periodista. Lo anómalo, y sin embargo tan corriente, es que estas presiones tengan éxito. En España sucede con una desconcertante recurrencia. No por la rendición de los periodistas, que, sin ser héroes, generalmente reaccionamos ante el trance haciendo más periodismo, sino por la tibieza de determinados editores cuando la defensa de sus profesionales implica asumir un quebranto en la cuenta de resultados. Hay excepciones, pero se cuentan con una mano. Y con media. Una parte procede del periodismo digital. En esta guerra perpetua combate más ligero de equipaje.
Desconozco si los dirigentes de Podemos han jugado al matonismo con los periodistas de Madrid. Puede ser. En Andalucía, desde luego, la presión no viene de las líneas moradas. Procede de quienes administran el presupuesto, que es con lo que ahora se paga todo este circo. Dos directores de medios regionales fueron despedidos hace unos años en Sevilla por mantener su independencia contra tirios y troyanos. El verdugo, en el primer caso, fue el PP de Arenas y Zoido, cuya brigadilla de monaguillos es más batasuna que los perfiles fake de Twitter. El minister del Interior, sin embargo, se permite proclamar en el Senado: "Yo no he presionado a la prensa en mi vida". Las carcajadas se han oído hasta en Montellano. En el segundo caso la abyecta gesta fue obra de Monteseirín, el exalcalde socialista de Sevilla, que compró fenicias voluntades editoriales para perdurar --efímeramente-- en la alcaldía.
Ni en un caso ni en el otro las organizaciones gremiales abrieron la boca. En Sevilla tenemos una asociación y un colegio de periodistas --dos tazas de la misma sopa tibia-- más preocupados por cobrar cuotas a cambio de nada y recaudar subvenciones de la Junta de Andalucía que por reivindicar mínimos laborales a las empresas o proteger la independencia de los periodistas frente a las instituciones. La cosa sencillamente es así. Los políticos, en general, son unos filibusteros. Y cuando un periodista cuenta la verdad ante determinada gente recibe siempre la misma respuesta: "No estás colaborando". No diré que sea agradable, pero las amenazas son la mejor señal de que aún seguimos vivos. No nos han enterrado. Todavía.