Los corruptos patrióticos se dividen en dos grandes estirpes: aquellos que piden perdón por sus fechorías y quienes se mantienen orgullosos y firmes en el pedestal del oprobio, fingiendo una falsa dignidad que ellos mismos tiraron antes por la borda. España es un país de cultura católica, así que no es de extrañar que el acto de contrición --sin propósito de enmienda, por supuesto-- haya ganado últimamente adeptos. Sale barato y goza de una indudable buena prensa. Desde que el rey emérito, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, pidió la benevolencia general antes de abdicar por sus correrías africanas, la moda de implorar --retóricamente-- la bendición de la sociedad se ha convertido en un acto casi reflejo de nuestros próceres públicos, cuyos vicios siguen siendo tan privados como siempre.
La lista de implorantes es tan larga que incluye hasta a Rajoy, que en 2014 pidió perdón por los escándalos del PP sin dejar de presidir el PP, lo cual podemos calificar como un nuevo tipo de silogismo: el gallego. Fèlix Millet, el consigliere del caso Palau, es el último de la lista. Hace unos días llegó al juzgado, que examinará ocho años después los pormenores el expolio de la institución cultural que dirigía, en una silla de ruedas. Frágil, envejecido, una pálida sombra de quien fuera (o fuese). Las crónicas cuentan que al entrar musitó estas escuetas palabras: "Estoy arrepentido y pido perdón". Contemplamos entonces el milagro: la conversión súbita de quien, según las acusaciones del caso, desvió presuntamente más de 20 millones de euros, el doble del robo que se atribuyó en su día a Roldán, padre y maestro del gremio. El dinero de Roldán, en teoría entregado al misterioso espía Paesa, nunca apareció. No parece previsible que ocurra algo diferente con los fondos del caso Palau.
Roldán ya lo dijo al presentar sus memorias: "Tirar de la manta no sirve de nada". En España nunca pagan las élites, sino los mensajeros
El exdirector de la Guardia Civil ya lo dijo al presentar sus memorias: "Tirar de la manta no sirve de nada". En España nunca pagan las élites, sino los mensajeros. La lección parece exacta, porque aquí la manta sigue en la cama. Quien va más lejos sólo mueve un poco las sábanas antes de echarse la siesta. Es más rentable entonar una endecha en busca de la piedad popular sin devolver ni un euro ni pagar el quebranto infringido a las arcas públicas. Los imputados con los nervios más disciplinados, como Urgandarin, Blesa o Rato, tienen otro protocolo: pierden repentinamente la memoria, administran sus silencios siguiendo las pautas de sus abogados y defienden su inocencia como si le fuera la hacienda en el trance. Y es que le va la hacienda legal --la de Suiza siempre queda a salvo-- en el trance.
Su argumento habitual tiene que ver con el honor, salvo cuando aceptar la realidad se torna imposible, como le ocurre a Rafael Spottorno, exjefe de la Casa del Rey, condenado a dos años de prisión por las tarjetas black, que el día del juicio todavía intentaba dar órdenes a los agentes de la policía. Puestos a soñar, preferiríamos que no hubiera corruptos, pero si nos dan a elegir nos caen menos mal aquellos que no se arrepienten. Interpretan a la perfección el mefistofélico papel de malos de la película. En esta vida hay que ser profesionales serios y mentir con decisión marcial. No hay nada más patético que escuchar a un tipo que se ha dado masajes tailandeses con el dinero de nuestros impuestos pedir clemencia.