Todo es una locura en esta campaña presidencial. Nadie puede prever ni los finalistas que pasarán a la segunda vuelta ni en qué mundo viviremos cuando llegue el momento. Por un lado, los electores nunca habían tenido tanto poder: el de designar, vía primarias, a los principales candidatos. Por otro, el voto no había estado nunca tan condicionado: por el calendario judicial, por la agenda terrorista, por el resultado previsto del Frente Nacional (FN). En medio del torbellino, cabe distinguir los elementos de coyuntura de las tendencias más profundas.
La mayor parte de países se enfrentan a una marejada democrática, que paradójicamente se torna en ventaja para los autoritarismos. Lo que Jean-Luc Mélénchon ha rebautizado como dégagisme [del grito de la oposición popular tunecina contra el dictador Ben Ali: "dégage!", "¡lárgate!"] ha permitido, desde luego, "largar" a tiranos y renovar la clase política de democracias esclerotizadas. Pero no hay moneda sin reverso. Como el ambiente está revuelto, y según cómo resulta inquietante, el viento hincha las velas de la cólera, de la revancha, y en ocasiones se vuelve un violento deseo de orden. A escoger entre los islamistas y los militares de la posprimaveras árabes. Mientras tanto, Norteamérica y Europa dudan más bien entre derecha dura y extrema derecha.
Por supuesto, hay excepciones, del tipo de Justin Trudeau, referente amable del multiculturalismo, pero también de la política hereditaria. El fenómeno tiene que ver con otra tendencia profunda de este siglo: el ego trip. A fuerza de mirarse en un selfie, de consumir "peopolítica", acabamos eligiendo candidatos de telerrealidad, tan ombliguistas como nosotros mismos, en ocasiones incapaces de producir un programa que vaya más allá de 140 caracteres. La fórmula definitiva lleva el sello de Donald Trump. El dégagisme combinado con el ego trip tiene el efecto indigesto de llevar al poder a candidatos cada vez más narcisistas, cada vez más cínicos... cuando no se trata, directamente, de "herederos".
Al final, tenemos un paisaje electoral admirablemente diverso, donde no falta ningún candidato atípico, pero donde las candidaturas sólidas y equilibradas se echan de menos
En el caso francés, hay varias novedades. Es la primera vez que el partido del gobierno saliente y el principal partido de la oposición organizan elecciones primarias. Un instrumento formidable para renovar el régimen de la V República, pero que tiene como efecto lógico acelerar la tendencia al dégagisme, mientras el ego trip se despliega fuera de las primarias. Al final, tenemos un paisaje electoral admirablemente diverso, donde no falta ningún candidato atípico, pero donde las candidaturas sólidas y equilibradas se echan de menos.
En el fondo, vivimos un momento de transición, a mitad de camino entre la actual V República y un borrador de la futura VI República, totalmente improvisada. Las primarias que se han celebrado no han seleccionado a los candidatos mejor situados para hacer ganar a sus respectivas familias, es decir, los mejor situados para atraerse el centro, sino a los candidatos más "comunitarios", los que mejor encarnan las banderas más nucleares de su público.
Cuando el mundo se precipita hacia el caos, cuando nos enfrentamos por un lado a los ataques del terrorismo y por otro a las reacciones racistas, cuando estamos en guerra en Mosul, asistimos en Francia a intercambios en ocasiones surrealistas. La derecha francesa ha hablado profusamente sobre cómo suprimir el mayor número de funcionarios. La izquierda francesa, por su parte, se ha centrado en debatir sobre la renta universal o de cómo vivir mejor a veinticinco años vista. Verdaderas burbujas con las que cada uno ha podido entretenerse a placer.
Además de todas las crisis que se nos acumulan, vamos directos a una crisis de régimen
Una vez pasadas las primarias, la realidad vuelve por sus fueros. La derecha cae en la cuenta de que ha escogido como candidato a François Fillon, un señor que es propietario de un castillo y cabeza de una familia de gorrones del erario público; mal situado por tanto para pedir a nadie que haga sacrificios. La izquierda comprueba que su candidato no tiene ninguna posibilidad de convencer a Jean-Luc Mélenchon para que renuncie a su candidatura, y aún menos de hacer desaparecer, como por golpe de varita mágica, las temáticas de campaña que los atentados y el FN iban a poner sobre la mesa.
La moraleja de esto es que es en el centro, pero fuera de las primarias, que parece jugarse la dinámica electoral. Hoy, esa dinámica tiene un nombre: Emmanuel Macron. Mañana, de producirse un atentado, una novedad judicial o una revelación comprometedora procedente de algún hacker, podría venir de François Bayrou. Un candidato que parece más sólido, que tiene la ventaja de no haber gobernado recientemente, de creer que existe una cultura francesa y que da la impresión de preferir el sentido de Estado al olfato para los negocios.
Suspense y sorpresas aseguradas. En cualquier caso, el ganador de las elecciones presidenciales estará mal situado para conseguir una mayoría clara tras las elecciones legislativas que se celebrarán inmediatamente después. Además de todas las crisis que se nos acumulan, vamos directos a una crisis de régimen.
[Artículo traducido por Juan Antonio Cordero Fuertes, publicado en Marianne.net y reproducido en Crónica Global con autorización]