La mayoría independentista del Parlament de Cataluña y el pleno del Tribunal Constitucional han alcanzado la velocidad de crucero apropiada para llegar un día al choque frontal. Aparentemente. El Gobierno del Estado y el de la Generalitat observan atentamente los movimientos de acción y reacción mientras hablan de diálogo y se reafirman en sus posiciones; eso sí, con los dedos cruzados para que los dos motores principales de la ecuación desobediencia/inhabilitación no aceleren sin previo aviso y hagan inevitable la colisión. Se diría que hay una mano invisible que guía el conflicto para mantenerlo vivo a conveniencia.
Vivo lo está. El Parlament no cejará en debatir y aprobar propuestas de referéndum y leyes de desconexión, y la presidenta del Parlament con los miembros afines de la Mesa seguirán sometiendo a debate todo lo que JxS y la CUP crean adecuado para mantener la caldera de vapor a la máxima presión. El Tribunal Constitucional seguirá anulando todas las resoluciones que vengan al caso y advertirá cuidadosamente y formalmente a los responsables de la tramitación de la correspondiente prohibición y de sus consecuencias.
Sin embargo, ni el presidente Puigdemont firma ningún decreto de convocatoria, a pesar de las recomendaciones de la CUP, ni el TC hace uso de sus competencias para sancionar a los desobedientes parlamentarios; se limita a comunicar a la Fiscalía el nuevo incidente para que ésta vea si hay vía penal a seguir, confiando en la lentitud proverbial de este camino. Tampoco el Gobierno activa el artículo 155 de la Constitución para actuar contra la Generalitat. Ganar tiempo es la consigna compartida por todos los implicados tanto en Barcelona como en Madrid, aunque no vayan a admitirlo públicamente.
El procesismo se ha convertido en un interesante argumento electoral para unos y otros
¿Ganar tiempo para qué? La vicepresidenta del Govern, Neus Munté, dijo al punto de conocer la nueva resolución del Constitucional anulando la hoja de ruta que ningún tribunal va a modificar la voluntad “sólida y democrática” de celebrar el referéndum. A lo que la vicepresidenta del Gobierno central, Soraya Sáenz de Santamaria, respondió que las leyes están para cumplir. ¿Puede el paso de los días acercar estas posiciones? Improbable. Entonces, ¿hay que aceptar que la colisión está escrita y no tiene sentido el evidente esfuerzo por ambas partes para amagar y no dar? No forzosamente.
El agotamiento mental de los catalanes, incluso el de muchos independentistas, es una perspectiva real a tener en cuenta, aunque quizás solo se concrete en un aburrimiento existencial generalizado que vaya a empeorar la bajísima consideración ciudadana por la política. Es un riesgo delicado, pero la perspectiva no debería ser considerada inevitablemente como una amenaza. Un cambio de guion aquí y allí exigirá lógicamente unas determinadas condiciones ambientales para entenderlo, tolerarlo o aplaudirlo. Un contexto que todavía no está creado. O eso creen los protagonistas. Primero tienen que demostrar que han hecho todo lo humanamente posible por imponer su voluntad. Sea para marchar o para no mover una línea de la Constitución. Mientras, el procesismo se ha convertido en un interesante argumento electoral para unos y otros.