La izquierda española tiene por delante dos citas capitales: Vistalegre II y las primarias del PSOE. En ambos casos litigan por el poder (relativo) tres bandos enfrentados, lo que nos lleva a la conclusión de que cualquier mesa sobre la que quiera construirse una alternativa al PP debe contar con varias patas. Con un único apoyo no se tendrá en pie. En la lucha por el trono de Ferraz se dirime una batalla clásica entre dos nociones de socialdemocracia: la de los apocalípticos, que representan las bases del PSOE, y la de los integrados, que cuenta a su vez con dos ejércitos distintos: el de los mercenarios contratados por los patriarcas de Suresnes y las huestes del peronismo rociero, la forma absolutista del maternalismo dependiente.
En Vistalegre II la liza acontece entre anticapitalistas, pablistas y errejonistas, las tres tribus en las que ha quedado escindido el Podemos original, que perdió el norte el día que empezó a aproximarse a los nacionalistas. La división de los jacobinos (ma non troppo) ha terminado por destruir la virginidad de un partido que, a pesar de sus sombras, en los últimos años había logrado encauzar las aspiraciones de cambio social de cinco millones de votantes. Su guerra interna certifica el augurio más negro: no hay poder duradero sin víctimas. El problema es que el principal caído en esta metamorfosis es el espíritu del 15M. El sueño ya es una pesadilla. Sin el ambicionado asalto a los cielos, la nueva etapa consiste en decidir cómo enfrentarse a la larga temporada en el infierno (de la oposición) que espera a los jacobinos, atrapados entre sus dogmas sentimentales, la emancipación de las confluencias periféricas, el acuerdo terminal con los viejos comunistas y el hastío de una población que los votó harta y que, sonámbula, contempla cómo las cosas no sólo no cambian, sino que se perpetúan.
Aunque intenten maquillar esta función con propuestas supuestamente sociales, los hechos desvelan la espiral de engaño en la que habitan
La batalla de Ferraz, a pesar de que puede provocar un adelanto electoral, tiene un interés secundario. Los socialistas ya no engañan a nadie. Ése es su drama. Su papel en el tablero político --actual o venidero; esto es irrelevante-- se limita a validar, por activa o por pasiva, las políticas de Rajoy. Aunque intenten maquillar esta función con propuestas supuestamente sociales, los hechos desvelan la espiral de engaño en la que habitan. La mejora del salario mínimo es irrelevante en un país donde buena parte de los contratos o no existen o son por horas. La milonga de la renta mínima, pactada con los sindicatos, consiste en ponerle un nombre distinto al sistema de subsidios vigente para mayores de 45 años, que ya se aplica a los parados de larga duración.
Vender estos espejismos como si fueran logros puede ser una forma de limpiar su mala conciencia (política), pero electoralmente tiene escaso recorrido. Quienes padecen la crisis conocen la burocracia de las ayudas mejor que los diputados. Y saben que los socialistas siguen haciendo en el parlamento lo contrario de lo que dicen en los mítines. La prueba es que, aliados con el PP, en las últimas semanas han participado en el obsceno decreto de devolución de las cláusulas suelo, que intenta burlar una sentencia de la justicia europea, y han impedido una investigación sobre el rescate financiero. Sin cortarse.
El empobrecimiento de las clases medias no significa que las fórmulas populistas puedan sustituir al regeneracionismo político
El problema de Podemos es óptico. Algunos de sus dirigentes creen que la revolución se aviva desde las calles, no desde los despachos. Su marco de interpretación de la realidad se desvela entonces anacrónico: el empobrecimiento de las clases medias no significa que las fórmulas populistas puedan sustituir al regeneracionismo político. España es un país fallido, pero la mayoría de los ciudadanos no desea nuevos redentores, sino que la democracia deje de ser el mismo cuento inverosímil de siempre. La gente que acudió a las plazas el 15M reclamaba justicia social y democracia. La única revolución interclasista es la democrática. Se construye desde las instituciones: legislando y haciendo cumplir la legislación.
Mientras los jacobinos no comprendan que son simples delegados de los ciudadanos, que son quienes los han sentado en el Congreso, y no los libertadores épicos de las masas, su porvenir, que en cierto sentido es el de todos, corre peligro. Pueden desinflarse con la misma rapidez con la que su cúpula dirigente, históricamente cohesionada, está ahora matándose, corroída por las traiciones y la vanidad. Los días en los que decían que la revolución (social) era posible con vino, cantares y amor –como proclama la canción de Nacho Vegas, autor de la verdadera banda sonora de esta España en crisis– se han evaporado. El vino es ahora un caldo agrio. Los cantares pretéritos suenan ingenuos. Y el amor se ha convertido en desamor.