"Pobre Melania, me da pena", es uno de los comentarios más repetidos en las redes en respuesta a las imágenes de la toma de posesión de Donald Trump. "Se nota que es desgraciada en su matrimonio" o "que no cuenta para nada". De ser expuesta en toda su desnudez en los medios de medio mundo con una serie de fotos de su época de modelo, ha pasado a ser escrutada en cada uno de sus gestos como primera dama. Y con ello, la mirada despectiva hacia la barbie cazamillonario ha dado lugar a una ola de conmiseración mediática por la triste figura que ofreció al lado del nuevo presidente. Los más benévolos han querido poner en valor la elegancia de su atuendo, comparándola a Jackie Kennedy. Pero lo cierto es que, de ese día, más que el escueto y simple discurso de toma de posesión de Donald Trump, han quedado para el recuerdo dos imágenes en forma de gifts que se han vuelto virales. En uno, Melania pasa de una sonrisa forzada cuando la mira su marido a un semblante de extrema tristeza cuando éste se da la vuelta. En el otro, vemos a Trump recibiendo a la primera dama en el estrado sin prestarle más atención que a un florero que hubieran colocado a su lado; en la misma secuencia, el presidente saliente Barack Obama recibe a su esposa con una mirada de complicidad y besándole la mano. Y aunque esto puede parecer simple materia para las revistas de cotilleo, lo cierto es que es un fiel reflejo del cambio de modos que han llegado a la Casa Blanca.
Con el auge de los medios de comunicación de masas ha ido consolidándose muy especialmente en la gran potencia mundial, EEUU, una nueva profesión u oficio, el de primera dama. Ya con el gran rebote popular de la radio en los años 30 Eleanor, esposa del presidente F. D. Roosevelt, llegó a ser una fuerza política por sí misma con su obra social; la televisión supuso un salto cualitativo con el glamuroso Reino de Camelot, donde reinaba Jacqueline Kennedy a comienzos de los 60. Había que esperar a Hillary Clinton para ver cómo una primera dama se convertía en soporte fundamental del presidente a la hora de contener los daños causados por las veleidades sexuales de Bill Clinton con el escándalo Lewinsky. Hillary es la primera mujer a la que sabemos tan preparada como su marido para el cargo de presidente. Se gana la adhesión de las organizaciones de mujeres del país, cuya fuerza y número no han dejado de crecer. Y, con ellas, a las distintas minorías, amén de Hollywood y del mundo de la moda, que reúne algo así como la gauche divine de la costa Este y Oeste. Hillary aporta así su público y su propia fuerza a la presidencia, y trasciende el papel de primera dama cuando a continuación se embarca en su propia carrera política.
No lo tenía fácil su sucesora en la Casa Blanca, y menos tratándose de una mujer negra, de una familia modesta, que ha llegado a donde está gracias al esfuerzo personal y estudios. Y aún así, Michelle Obama lograría ir todavía más allá.
Ahora que la revuelta de las mujeres y de numerosos colectivos recorre América, es cuando se ve con más crudeza el vacío dejado por las predecesoras de Melania Trump como primera dama
Con Michelle llegamos a la primera dama total. Aunque supo mantenerse públicamente al margen de la política activa, logró convertirse en el verdadero soft power de la presidencia. Todo lo que podía restar lo convierte en motivo de suma, como su negritud. Y con ella, la expresión misma de la diversidad, la alegria, la naturalidad, el alma y corazón de un tandem presidencial como no lo habíamos visto antes. Michelle abre y hace sentir a los ciudadanos que el palacio presidencial es su casa, convirtiéndose en un vínculo constante de la sociedad con la Casa Blanca.
Su discurso de despedida como primera dama, pronunciado ante una asociación de jóvenes, es el mejor cierre para la era Obama. En las palabras de Michelle resonaba la misma convicción, esperanza imbatibles de que el mundo sí se puede cambiar, con los que hace casi nueve años Barack Obama iniciaba su carrera a la Casa Blanca con su célebre discurso en las primarias ante la convención demócrata. En sus emocionadas palabras de despedida podía verse la fuente constante de inspiración que Michelle ha podido significar para el presidente Obama. Y esto es lo que ha dado lugar a las comparaciones más odiosas para la nueva primera dama de Estados Unidos.
En una de las pocas ocasiones en que Melania Trump tomó la palabra durante la campaña se largó con un discurso plagiado del que había pronunciado días antes Michelle. La siguiente vez que la vimos ante un micro fue el día de la toma de posesión para limitarse a repetir con voz de muñeca parlante el eslogan de su marido, "Hagamos América grande de nuevo", dando el espectáculo de una primera dama sin una voz propia o sin ningún valor añadido que aportar a la Casa Blanca.
De 46 años y de origen esloveno, Melania recorrió de muy joven Europa en busca de trabajo como modelo. Emigró a EEUU en 1996 y dos años más tarde, en un ámbito de sociedad no especialmente selecta, conoció a Trump, de quien se convirtió en tercera esposa en 2006, y con quien tiene un hijo, Barron, de nueve años.
La limitada formación académica y profesional la ha encasillado en el papel de florero de lujo. La imagen de la esposa fiel, el reposo del guerrero, disciplinadamente a las órdenes y servicio del neo presidente.
Ahora que la revuelta de las mujeres y de numerosos colectivos recorre América, es cuando se ve con más crudeza el vacío dejado por sus predecesoras, y la dolorosa ausencia de una primera dama o soft power que contrarreste el hard power del macho militarista y maneras fascistoides llegado a la presidencia.