La selección sin control ideológico previo y por votación "popular" de los doce entrevistadores en el programa Jo pregunto de TV3 hizo que el president Carles Puigdemont tuviera que enfrentarse a preguntas incómodas, absolutamente inusuales para el tipo de periodismo pesebrista que se practica en Cataluña en los medios públicos. Como reconoció al día siguiente uno de sus intelectuales orgánicos, Joan B. Culla, para sorpresa de Mònica Terribas, los periodistas catalanes son menos críticos que los ciudadanos que preguntaron al president porque saben que "la vida da muchas vueltas y nunca se sabe en el futuro qué relación tendrás con el gobernante, su partido, o la institución que encabeza". Una confesión en toda regla de los mecanismos de control de los que se sirve el poder en Cataluña desde los tiempos de Jordi Pujol. El desconcierto entre la audiencia nacionalista a medida que se sucedían las intervenciones en el programa fue en aumento, y en las redes sociales dio paso inmediatamente a la rabia y al insulto. No entendían qué estaba haciendo una televisión ("la nostra", que dicen) que a diario les cuenta otro relato. Políticamente ha causado una enorme incomodidad en el PDECat, que ha cuestionado la elección de esos doce ciudadanos, mientras figuras públicas convergentes como Pilar Rahola, Toni Aira o Agustí Colomines han acusado al programa de no reflejar la Cataluña real. A TV3 por lo menos le ha servido para recuperar audiencia y algo de su mermada credibilidad profesional.
Puigdemont tuvo que recurrir a un abanico de falsedades y tópicos para avalar el trato residual a la lengua de más de la mitad de los catalanes
La noche tuvo muchas intervenciones punzantes, como la de Paquita Jiménez, la vecina de La Mina que habló de la especulación urbanística en su barrio y del despropósito monumental de todas las administraciones con el edificio Venus. Demoledora resultó también la doctora del Hospital de Bellvitge, Teresa Fuentelsaz, relatando la dimensión de los recortes sanitarios efectuados en Cataluña, muy por encima de la media española, y sus graves consecuencias tanto en las urgencias como en las listas de espera. No se cortó tampoco el director de una escuela de Manresa, Lluís Cano, que puso el acento en las desigualdades educativas y tuvo la valentía de reprochar el lenguaje envenenado que gasta el separatismo sobre la España subsidiada (¿Quién nos ha robado más, el trabajador andaluz que cobra el PER o la familia de Jordi Pujol?, le soltó a Puigdemont). Con todo, para mi gusto, la intervención más heroica fue la de Mari Carmen Penacho, bibliotecaria jubilada, que cuestionó el monolingüismo de la Generalitat y el desprecio a la realidad bilingüe de la sociedad catalana.
Penacho hizo una intervención tranquila y exquisita, en un catalán magnífico para defender el castellano y a sus hablantes de una política que busca obsesivamente barrerlo del espacio público. Sus palabras incomodaron no solo al president sino a una parte de los propios asistentes al programa televisivo que expresaron disgusto con algunos silbidos y un notorio murmullo de intolerancia en la sala. Se trata de una actitud que refleja la reacción epidérmica de una parte de la sociedad catalana que se niega a llevar a cabo un debate racional sobre esta materia. Ante cualquier crítica a la inmersión o al estricto monolingüismo de las instituciones autonómicas, el nacionalismo ha logrado que salten automáticamente determinados resortes de defensa victimista, se agiten viejos fantasmas de minorización lingüística y se invoque el mantra de la cohesión y la convivencia, como si eso pudiera ponerse en peligro por la petición de que el castellano sea también lengua vehicular en la enseñanza, como por otra parte dicta la justicia. Puigdemont tuvo que recurrir a un abanico de falsedades y tópicos para avalar el trato residual a la lengua de más de la mitad de los catalanes, cuando salta a la vista que el menoscabo a la realidad bilingüe responde a un proyecto político de largo alcance que persigue romper los lazos sentimentales y afectivos con el resto de España. Nuestra entrañable bibliotecaria no dijo más que verdades, pero que son ofensas para una parte de la sociedad catalana secuestrada por la obsesión identitaria y el nacionalismo.