Cicerón dejó escrito para la posteridad que una de las señales de los tiempos calamitosos era que los hijos habían dejado de obedecer a sus padres. De los padres, sin embargo, el gran orador romano no dijo nada. El segundo indicio de la inminencia de una catástrofe social era que todo el mundo se había puesto a escribir libros. A juzgar por las evidencias, y tras la pasada noche de Reyes, estamos justo en uno de esos instantes: hoy día cualquiera se atreve a publicar una novela y los vínculos familiares, tan celebrados, se han ido a tomar viento. No nos da ninguna pena. Al contrario. Lo celebramos con fanfarria. Una muestra elocuente del cambio de valores que está aconteciendo en el campo de la sensibilidad familiar es el colapso que han sufrido las pasadas semanas, tan entrañables, las notarías del País Vasco --Euskadi, para los indígenas del lugar-- después de que una normativa foral de 2015 haya enmendado el injusto derecho común, instaurando así la plena libertad de decisión de los progenitores --léase propietarios-- para legar todos sus bienes a sus descendientes o dejarlos sin alpiste. Se acabó la estafa de la legítima, que, a pesar de su nombre, era absolutamente arbitraria.
Los notarios, por lo que leemos en las crónicas, están saturados por las citas de los contribuyentes que desean cambiar sus últimas voluntades, esencialmente para librarse de sus hijos, probablemente con motivos más que justificados. ¿Quién nos lo iba a decir? Al final va a resultar que en ciertas cosas ya somos un país con un espíritu bastante más europeo incluso de lo que permiten nuestras leyes. La entrada en Europa nos incorporó tras décadas de autarquía mental a la autovía de los flujos de capitales --aunque ahora estemos sin dinero para pagar el peaje-- y, poco a poco, aunque siempre a la fuerza, está consiguiendo ir adaptando el primitivo derecho de las tribus peninsulares a los valores continentales. No todo ha sido ideal, por supuesto. Cuando las cosas han venido mal dadas, Europa nos ha devuelto de golpe a una realidad gris que creíamos desaparecida --pobreza, carencias culturales, excesos-- pero, en compensación, nos ayuda a ser libres en uno de los momentos previos a la muerte: elegir a quién dejamos nuestra herencia, en caso de que la tengamos. La normativa vasca, que debería convertirse en una ley estatal, acota también la responsabilidad de los herederos a la hora de asumir las deudas de sus mayores. Hasta ahora uno respondía con su propio estómago por las liberalidades de sus padres. Ahora en la España foral el ajuste de cuentas se limitará al valor de lo heredado y al pago del correspondiente impuesto, que en la Andalucía susánida, por ejemplo, es un atraco a mano armada con una sesión de tortura incluida en el precio.
No se nos ocurre un acto más civilizado que evitar que alguien disponga de lo que no ha ganado por sus propios méritos
El derecho a desheredar no requiere además tener que dar explicaciones a nadie. Es un acto omnipotente. Libertario. Los herederos ni siquiera tienen la opción del pataleo. No se nos ocurre un acto más civilizado que evitar que alguien disponga de lo que no ha ganado por sus propios méritos. Esta reforma en las sucesiones, en caso de generalizarse, sería un auténtico caballo de Troya contra el sistema. Una acción más efectiva que la revolución --jacobina ma non troppo-- que pregonan los muchachos de Podemos. Es así. De entrada, zarandearía los cimientos de esa institución, tan inquietante, que es la empresa familiar: una sociedad mercantil donde lo público --la empresa-- se mezcla con lo privado --la familia--. Y, por supuesto, mejorará la cohabitación en nuestros hogares: la libertad para dejar a los hijos sin su parte del pastel comunal ayudará a que los vínculos de sangre no se basen nunca más en el interés material, sino en ese sentimiento puro que llamamos amor paterno-filial, y viceversa.
Todo son ventajas. El único problema que le vemos a la idea es que se queda muy corta. No se aplica, por ejemplo, a los hijos únicos. Y tampoco rige en el terreno de la política, donde una reforma sucesoria debería ir en sentido opuesto al civil para evitar que el dominio público siga siendo administrado por nuestros próceres como un mayorazgo feudal. Si se aplicara en España una separación estricta entre lo público y lo privado, la monarquía dejaría --civilizadamente-- de ser una institución hereditaria para convertirse en electiva, aunque no le llamemos república por no animar a los viejos rockeros. Y la mayoría de los jefes de las taifas autonómicas, incluido el Gobierno central, que es la taifa mayor, tendrían prohibido designar con el dedo a sus herederos. Ya lo dijo G.K. Chesterton: las herencias ficticias no se celebran nunca. Sería absurdo. Con el derecho a desheredar, además de europeos, nos convertiríamos automáticamente en ciudadanos más silenciosos. Desheredados, eso es indudable, pero con un envidiable estilo estoico que nos obligaría a vivir de nuestros hechos, no de la azarosa suerte de los falsos linajes donde el esfuerzo personal no tiene arte ni parte.