Uno de los síntomas más evidentes de corrupción moral es la rebeldía de la clase política ante el imperium de la ley, que en cualquier democracia civilizada es uno de los escasos principios sagrados. Los guerrilleros del independentismo, que no visten de verde olivo, sino con abrigos de Armani, consumaron esta pasada semana, a cuenta de la breve visita de Carme Forcadell al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), otra de esas vibrantes ceremonias sentimentales --con cánticos, banderas, proclamas and all these stuff-- que los patriotas necesitan organizar cada cierto tiempo para alimentar su delirio identitario. Ya saben: aquello, tan absolutista, de "Nosotros, el Pueblo". Debemos tomarlo como un fenómeno meteorológico: las mentes adolescentes experimentan al mismo tiempo la duda y la necesidad de creer.
Como era previsible, la ceremonia terminó en una función de circo: los representantes de la Cataluña oficial, encabezados por la jefa del Parlament, a la que en TV3 comparaban en ese momento con Jesucristo, se declararon por enésima vez en rebeldía total frente a la legislación española, fuente jurídica de la que emana su condición de autoridades. Insistir en que cometen una contradicción del tamaño de la Sagrada Familia no sirve de mucho: los soberanistas, como los niños maleducados, son de natural dogmáticos. Con ellos no valen los argumentos, sólo rigen los sentimientos primarios. El proceso al prusés, que es lo que dicen que se dirime en este juicio a Forcadell y Cía, no se debe sin embargo a que tengan prohibido debatir nada. De hecho, llevan lustros dándonos la matraca con su distopía, que en el fondo no es más que el atraco definitivo al bolsillo colectivo camuflado bajo el trampantojo de una liberación imposible. La causa se debe sencillamente a que en sede parlamentaria ratificaron a sabiendas una resolución declarada previamente inconstitucional. No es la discusión sobre la independencia lo que se dirime en los tribunales, sino la supuesta ilegalidad cometida por un órgano legislativo con la bendición expresa de una de las máximas autoridades de Cataluña.
No es la discusión sobre la independencia lo que se dirime en los tribunales, sino la supuesta ilegalidad cometida por un órgano legislativo con la bendición expresa de una de las máximas autoridades de Cataluña
¿Puede delinquir un Parlamento? Por supuesto que sí, aunque la horda nacionalista siga pensando que el corazón sustituye al cerebro y ellos se crean al margen de las normas constitucionales. Según la estupenda crónica de María Jesús Cañizares, Forcadell sólo respondió a su letrado, negándose a dar cuenta de nada a la Fiscalía, en la que los nacionalistas ven al diablo del centralismo. Tampoco contestó a la juez instructora, ante la que se declaró inviolable, lo cual resulta más inquietante. La comparecencia se limitó pues a un soliloquio hipócrita. De puertas adentro, la jefa del Parlament puso todo tipo de matices a su conducta. De puertas afuera, donde se concentraba la claque nacionalista, reivindicó el libertinaje de los separatistas, olvidando que también debería ser la presidenta de los grupos constitucionales. Lo de siempre: nadar (con flotador) y guardar la ropa (que es de marca).
De fondo, en este episodio, cuya épica no vemos por ningún lado, lo que subyace es la firme convicción del soberanismo de que sus actos políticos --especialmente los sectarios-- prevalecen sobre cualquier principio legal. Un delirio que no es patrimonio exclusivo del nacionalismo, sino señal de la degradación de facto de las instituciones españolas, donde hace mucho tiempo se generalizó la tesis de que si cualquier decisión administrativa es bendecida por un parlamento se convierte automáticamente en indiscutible. El PSOE andaluz recurrió en su día a este mismo argumento para justificar los ERE. A él se acogen ahora los nacionalistas para disfrazarse de víctimas cuando son los únicos devotos verdugos de la convivencia.
Los nacionalistas confunden interesadamente la independencia con la democracia para disfrazarse de mártires de la patria
El espejismo del falso duelo entre legitimidades se diluye pronto si se repara en que quienes vindican la autonomía parlamentaria no lo hacen porque profesen fe alguna en la separación de poderes, sino porque la asamblea y el gobierno, más allá de los formalismos, son lo mismo: ellos. La única excepción, en un país donde las leyes rara vez se cumplen y mucho menos se hacen cumplir, son los jueces, a los que quieren hacer entender --con cariño patriótico-- que no gozan de independencia de acción frente al diktat del pueblo soberano, que representan únicamente ellos. Los nacionalistas confunden interesadamente la independencia con la democracia para disfrazarse de mártires de la patria. Pero los mártires, como escribió Camus en El hombre rebelde, no construyen ni administran las iglesias. Únicamente son su coartada. El argumento del combat. Las iglesias son obras de los sacerdotes y de los beatos. Forcadell y Cía simulan ser lo primero. Pero nunca han dejado de ejercer como los segundos.