Érase que se era que Soraya, plenipotenciaria del príncipe pasmado de una vieja y muy orgullosa nación llamada Hispania, partió de la corte con el imperioso encargo de negociar un tratado de paz satisfactorio con Junqueras, visir con ínfulas de califa de la muy arisca y levantisca --y muy milenaria, y muy rica, y muy excelsa, y muchos muy más, que esto se puede eternizar...-- tierra de los catacuquis; una rica región poblada por gentes laboriosas y empecinadas, capaces de pasar de la razón al arrebato en menos de lo que un gallo tarda en cantar. En los días de este relato, los catacuquis andaban soliviantados, maldiciendo todo cuanto se movía y respiraba, por considerar que no recibían buen trato ni justa retribución, siendo como era que ellos aportaban riquezas a espuertas a las arcas generales del reino.
Así llegó a la capital de los sublevados, Soraya buscó acomodo, se entrevistó con los principales mercaderes y banqueros de la ciudad, y con los principales opositores del amo del cotarro, el califa Harún El Puigdemont. Hecho eso, ordenó que fuera dispuesto un coqueto y acogedor despacho oficial, en el que recibir a Junqueras y llevar a cabo tantos cuantos rendez-vous fueran necesarios. Ni Soraya ni Junqueras, dicho sea de paso, eran personajes de cuentos de hadas. Para nada. Más bien todo lo contrario. Los dos eran muy carnales y un tanto anodinos en aspecto y porte; ella, eso sí, muy diligente, súmamente bellugueta, metomentodo, avispada, a pesar de su aire de mosquita muerta --de ésas que nunca rompen un plato hasta que destrozan toda la vajilla en un conato--, y en lo que a él se refiere, más allá de su pinta de pisaúvas de pueblo, y su halo de enajenado agrimensor de estrellas distantes, derrochaba afabilidad, simpatía y el donaire de un galán de pedanía.
Tras colmar a Junqueras de halagos y elogiar su regia e imponente figura, Soraya se alzó y le vendó los ojos, y al punto dispuso ante sus narices varias bandejas de plata, con cocido, callos picantes y cochinillo asado
Los primeros encuentros entre Soraya y Junqueras no resultaron fáciles. Él ponía sobre el tapete números y cuentas, y todas las reivindicaciones que el califa Harún El Puigdemont --hijo espurio de Harún El Gavarró-- no se dignaba a resolver en persona, acudiendo, como era norma en el reino, a la cita oficial de califas y sátrapas de provincias. Ella, impotente, suspiraba y marcaba líneas rojas, separando las demandas posibles de las imposibles. Día tras día se tanteaban y estudiaban el uno al otro, desde la formalidad y el recelo, incapaces de avanzar. Pero la situación dio un vuelco inesperado cuando tras una ardua y tediosa sesión de trabajo, Junqueras susurró a Soraya: "Et vaig a preparar unes torrades amb tomàquet i anxoves de l'Escala que et lleparàs els dits dels peus, reina meva".
Esas anchoas de La Escala obraron milagros. En pleno delirio gastronómico, desde el séptimo cielo, Soraya aprobó la construcción de nuevos tramos de la vital calzada comercial marítima que reclamaban los catacuquis, y varios apaños en postas, transporte y obras públicas. Al día siguiente fue ella la que aplicó, cual astuta Scheherezade, la misma táctica. Tras colmar a Junqueras de halagos y elogiar su regia e imponente figura, se alzó y le vendó los ojos, y al punto dispuso ante sus narices varias bandejas de plata, con cocido, callos picantes y cochinillo asado. Con voz zalamera, Soraya le deslizó al oído: "Esta noche te llevaré al paroxismo, mi tocinillo de cielo, y además te enseñaré a utilizar un sacacorchos como un hombre, que lo tuyo es de vergüenza ajena; pero antes deberás prometerme que apaciguarás los ánimos en las calles, que lo pactarás todo conmigo y que no harás nada que todos debamos lamentar. Deja que los que te rodean se cuezan en su propia bilis y caigan en desgracia, que de sobrevivir sabes tú más que el césar Claudio. Habrá elecciones, y tú serás califa en lugar del califa. Nos encargaremos de que nuestro amigo, el derviche giróvago Iceta, te apoye... ¿Entiendes, califa mío? ¡Serás califa, como Harún El Urkullu".
Y dicho eso, descorchó dos botellas de Vega Sicilia gran reserva y escanció.
Comieron con la fruición y el deleite de los condenados, sumidos en un éxtasis inenarrable. Al terminar, flotando en un mar de endorfinas y de laxa ebriedad, hallaron fácil arreglo a varios contenciosos viejos, referidos a impuestos y recaudación.
Al terminar, flotando en un mar de endorfinas y de laxa ebriedad, hallaron fácil arreglo a varios contenciosos viejos, referidos a impuestos y recaudación
A partir de ese día todo fue muy rápido, pues ambos descubrieron que eran, al fin y al cabo, sumamente parecidos: afables; tumbaollas; grassonets; conservadores; amantes del Derecho, las leyes y la tradición; devotos feligreses de oficio dominical y fans del Papa. Él la invitó a ponerse perdida comiendo calçots i botifarra amb seques i all-i-oli, y ella le guisó una zarzuela que los dejó ahítos y tumbados durante tres días.
Todas esas cosas, queridos niños, ocurrieron hace 300 años en la vieja y muy noble y muy orgullosa tierra ibérica, entre las Columnas de Hércules y el finis terrae, en una nación llamada Hispania, en el septentrional país mágico de los catacuquis. Hoy, una estatua de bronce nos recuerda cómo el desaforado y sensual amor platoúnico entre el apolíneo Junqueras y la dionisíaca Soraya evitó una guerra y muchas desgracias. Sellada la paz, hubo gran regocijo entre las buenas gentes del pueblo --que juró no volver a enfadarse con ningún vecino sin haber compartido con él al menos una docena de veces un platoúnico--, a excepción, claro, de los amargados acólitos de la secta de Los Adoradores Menstruales de Venus, que se murieron de asco, y del depuesto califa Harún El Puigdemont, que según se dice se dedicó a cazar moscas el resto de su anodina vida.
¡Ah, sí, que no se me olvide...!
"Y colorín colorado, este cuento autonómico se ha acabado".