¿Me equivoco si afirmo que en las últimas semanas el mercurio del termómetro de la convivencia ha escalado hasta alcanzar una temperatura alarmante? Obviamente puedo equivocarme, pero diría que estamos todos para guardar cama, con una bolsa de guisantes congelados en la cabeza, porque esto empieza a salirse de madre. Ya no se trata de las consabidas invectivas, improperios o vejación a nuestras santas madres, que eso es el pan nuestro de cada día. Ahora estamos llegando a la amenaza pura y dura, al matonismo, a la intimidación. Y aquí no se libra nadie. En las guerras de antaño existían pactos de honor, una ética bélica respetada de forma tácita por los contendientes, pero eso ya pasó a mejor vida. El denominado procés se ha abertzalizado hasta el punto de que todos caminamos atentos a lo que ocurre a nuestra espalda, y sólo falta que nos camuflemos con hierbajos y ramitas, al más puro estilo vietcong.
A Puigdemont, el amigo de las cigüeñas y de los pájaros carpinteros --esos que convierten en serrín todo lo que picotean--, le amenazan en las redes sociales, un día sí y otro también. Pobre hombre. Lo más bonito que le dicen es “MHP” --traduzcan libremente el acrónimo, que lo de honorable depende de la subjetividad de cada uno--; que él y sus hijos se “comerán un balazo”; que “le llegará la hora muy pronto, porque ha dividido al pueblo catalán”, y que permanezca alerta, no vaya a ser que se encuentre una “bomba debajo del coche”. A Joan Tardà, ese paradigma de catalán prudente, fraternal y grácil, le espetan barbaridades cuando viaja en AVE, camino de Valladolid. Y eso --al margen de preguntarse qué demonios hace Tardà en la muy fascista Valladolid-- es feo hasta decir basta. Y a Pilar Rahola, esa mujer templada, ecuánime y elegante, le atizan hasta en la partida bautismal, calificándola de “anciana cortesana” (ya ven que evito la maldita palabreja) y le aconsejan que mida sus palabras si pretende morir de “muerte natural”, “evitar un accidente” o no acabar a “tres metros bajo tierra”.
El denominado procés se ha abertzalizado hasta el punto de que todos caminamos atentos a lo que ocurre a nuestra espalda
¿Qué asco, verdad?
En sentido contrario, los sufridos constitucionalistas catalanes soportan incontables amenazas de “fusilamiento colectivo”, cuando se proclame el Nou Estat; se les advierte de que “serán arrojados al Ebro”; de que “se irán como vinieron”, con una mano delante y otra detrás; son censados en listas (festivas, alegres e inclusivas) de traidores, dignas de los tiempos de la Gestapo; sus nombres, apellidos, fotos, profesión, dirección e incluso teléfono, son aireados a todas horas por los trolls a sueldo de las entidades secesionistas, violando todas las leyes. Esas personas son acosadas, insultadas, sometidas a escarnio y borradas del mapa. Pero eso no sale jamás en los medios de comunicación, porque no es lo mismo meterse con Cocomocho que con un Perico de los Palotes cualquiera.
¿Qué asco, verdad?
Menos mal que la afirmación de que el mundo nos mira es falsa. Afortunadamente el mundo, desbordado de problemas, pasa olímpicamente de Cataluña, como pasan de Romeva en Finlandia; porque si el mundo nos llegara a mirar de verdad, lupa en mano, se nos iba a caer a todos la cara de vergüenza.
¿Cómo hemos llegado hasta este punto?
Cuando se afirma que no hay violencia en el procés es porque al igual que ocurre en mundos aparentemente “perfectos”, como los descritos en películas de ciencia ficción como Rollerball, la violencia se procesa y es relegada a la arena de las redes sociales, chats, foros digitales y entornos virtuales. Ahí vale todo: el matonismo, el chantaje, el acoso colectivo y el exterminio estilo gore, es decir: sang i fetge, y “pásame la motosierra, company, que este cabrón aún se mueve”.
La violencia está ahí, no lo duden, aunque los políticos no la quieran ver y la nieguen por sistema. De momento se mantiene contenida por el dique de lo virtual, pero ya veremos...
Cuando veo todo lo que ocurre a diario, cierro los ojos y recuerdo a ese fenotipo perfecto de catalana, llana y simple como una tabla de planchar, que es Marta Rovira, cuando alborozada proclamaba, tres o cuatro años atrás, que este procés es paradigma de bondad, alegría i bon rollet. Debe ser cierto, porque yo, que me jacto de tener memoria de elefante, no recuerdo haber visto arder banderas españolas o ejemplares de la Constitución; ni haber escuchado amenazas de degüello al Borbón; ni sé de familias acosadas de forma humillante por haber solicitado más horas lectivas de español para sus hijos. Por no recordar, no recuerdo acusaciones contra pobres jubilados españoles por estar cobrando una pensión gracias a Cataluña, ni tengo constancia de que algún etnicista catalán haya tildado de aberración genética a sus conciudadanos españoles. Y si alguna de esas cosas ha ocurrido, que lo dudo, ahí están siempre los ecuánimes abogados de Drets.cat para arbitrar y velar por los derechos de todos, asegurando la convivencia y la paz social (lástima que al leer esto no puedan escuchar mis carcajadas).
Termino. Deberán disculpar ustedes que haya abordado este asunto desde la ironía y el sarcasmo, pero no hay otro modo. De hacerlo desde una óptica formal, ortodoxa, sin margen al humor, el resultado sería despiadado, demoledor, tristísimo.
¿Violencia? Ahí está, no lo duden, aunque los políticos no la quieran ver y la nieguen por sistema. De momento se mantiene contenida por el dique de lo virtual, pero ya veremos...
Esto es hoy Cataluña, para vergüenza e infamia de todos. Dos Cataluñas irreconciliables, acabe como acabe el asunto.