Hace unos años Mark Lilla publicó un ensayo inquietante y revelador: 'Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política' (Debate, 2004). En él analizaba la trayectoria de influyentes pensadores europeos (Heidegger, Schmitt, Benjamin, Kojève, Foucault y Derrida) que acabaron fascinados, con distinta intensidad, por el poder totalitario, por su libertadoras y mesiánicas ideologías y por sus carismáticos líderes. Lilla trató de desenmascarar, desde una apuesta liberal, la profunda fuerza mental que excita la atracción intelectual hacia la tiranía, sea desde postulados alentadores de extremismos de izquierda o de derecha.
Es un debate muy viejo el del compromiso social y político de los intelectuales. ¿Deben limitarse a comprender el mundo o también pueden pretender cambiarlo? Una de sus aspiraciones más deseada es, sin duda, influir en la opinión pública, entendiendo que esta es siempre una corriente voluble y maleable, propia de un menor de edad.
Sin llegar a la excelencia de esa media docena de intelectuales, prolifera hoy en día una categoría de menor enjundia formada por individuos opinadores temerarios, es decir, aquellos que irrumpen en el debate público para verter opiniones desde un posicionamiento ideológico comprometido, pero con un sesgo muy concreto. Así, cuando unos de sus rígidos fundamentos o dogmas es puesto en duda por la opinión de otra persona, abrazan sin complejo alguno la perversión moral y mental que es la filotiranía, con la misma fascinación que los referidos pensadores temerarios mostraron por los despotismos y totalitarismos políticos.
Bernat Dedéu no es el único que “troba a faltar el dictador”, véase el comentario de J.B. Culla llamando al espíritu del caudillo gallego para explicar los últimos resultados de las elecciones en aquella comunidad
Uno de los canales más propicios para difundir estas ideas son los breves artículos de opinión que se publican en los periódicos digitales, y que facilitan en la red la explosión verbal de una legión de comentaristas temerarios. Algunos de estos textos --escritos antes, durante y después del pregón de Pérez Andújar--, responden a una seducción por la intolerancia en Cataluña.
Uno de los más citados ha sido el manifiesto futurista de Bernat Dedéu, en el que calificaba a Pérez Andújar de carcoprogre, un adjetivo cacofónico pero sintético. La apología que este opinador temerario hace de “la nostra extraordinaria intolerància” ha puesto al descubierto las peligrosas vergüenzas de muchos --no sé cuántos-- de los integrantes del procés: “Quin regal de civilització és poder viure sense la mare tolerància i la filla covardia”. Ni como ironía se justificaría el despropósito de esta guerracivilista afirmación.
Además, su obsesión con relacionar cualquier manifestación que no sea nacionalcatalana con el franquismo, es delirante. Aunque no es el único que “troba a faltar el dictador”, véase el comentario de J.B. Culla llamando al espíritu del caudillo gallego para explicar los últimos resultados de las elecciones en aquella comunidad. Se comprende que sin la constante y feriante invocación al muñeco del tío Paco, la ideología de estos opinadores temerarios se quedarían sin excusa para ocultar su interiorizada tentación por el poder despótico, esa filotiranía que tanto les excita, mejor dicho, les pone.