Cuando uno oye a Mariano Rajoy dirigirse a los diputados arrastrando su típico “…ñoríasss” no tiene más remedio que acordarse de esos notarios a los que aburre el protocolo del que viven y recitan cansinos las capitulaciones o los textos de las compraventas ante sus clientes.
Es una sensación parecida a cuando le ves diciendo a un periodista “eso ya está contestado” o no respondiendo a una pregunta en rueda de prensa.
Se podría pensar que su cargo, aunque sea en funciones, le produce una profunda fatiga, pero nadie lo diría a juzgar por la fuerza con que se sujeta al sillón. Más bien parecen manifestaciones de desprecio hacia las obligaciones democráticas del puesto que ocupa, como si fueran de puro trámite; innecesarias en el fondo.
Si esa displicencia quedara ahí no tendría mayor importancia, sería atribuible --quizá-- a los hábitos adquiridos en sus tiempos de opositor. Pero no es así. Toda la actividad de su Gobierno está contaminada por ese menosprecio hacia lo que comúnmente se consideran las formas democráticas.
Esa actitud explica que, inmediatamente después de haber quedado patente en la sesión de investidura que él es el primer obstáculo para la estabilidad institucional del país, se atreviera a culminar una operación tan vergonzosa como la de José Manuel Soria, con todas las mentiras que ha maquinado para darle apariencia de normalidad.
Es difícil concebir una altanería más insultante que la que ha rodeado este capítulo, francamente. Y más hueca.
Pero ocurre que esta situación no es solo atribuible a Rajoy, a su tesón y su conocida habilidad para sobrevivir, sino que en buena parte es producto del manto de complicidad que ha sabido tejer. La campaña que el PP inició el mismo 27 de junio de cara a las terceras elecciones cuenta con la colaboración entusiasta de la mayor parte de los grandes medios de comunicación madrileños. Uno de ellos --El País, referente de ponderación y progresismo durante décadas para la España que lee-- ha llegado a pedir la cabeza de Pedro Sánchez tras el fracaso de la investidura de Rajoy.
En el ámbito de los partidos ocurre otro tanto. La trama de intereses cruzados ha permitido que, por ejemplo, y pese a las intervenciones en el hemiciclo y en los mítines, el PNV adelantara las elecciones vascas a una fecha compatible con un intercambio de cromos si al final Íñigo Urkullu también necesita el apoyo del PP --no solo del PSE-PSOE-- para seguir en Ajuria Enea.
Rajoy ha trasladado a Madrid el estilo de hacer política que el PP aplica en Galicia desde siempre
Rajoy ha trasladado a Madrid el estilo de hacer política que el Partido Popular aplica en Galicia desde siempre, donde la red de complicidades retribuidas va más allá de la democracia y se pierde en la noche de los tiempos.
Las gentes del PP hacen de las poderosas diputaciones --Rajoy tuvo una, la de Pontevedra-- un coto para gobernar en base a favores y contraprestaciones; alguno incluso la ha dejado en herencia a su hijo. Son los caciques buenos.
Disponer de los recursos públicos y de los cargos institucionales para atender compromisos, como ha ocurrido en el caso Soria, no es una anécdota hablando de Rajoy. Es lo habitual. Lo hizo con José Ignacio Wert en la OCDE y lo intentó con Jorge Fernández Díaz en el Vaticano. Es una forma de concebir la política que choca con la ética y con la estética y que pone a prueba las instituciones del Estado, como se ha hecho evidente en la figura del jefe del Estado desde diciembre pasado, y con la presidencia del Congreso casi a diario.