¿Cataluña, capital Gerona?
Uno de los logros más meritorios del nacionalismo catalán decimonónico y del movimiento de la Renaixença fue la creación de un espacio geográfico mítico: la montaña. Allí nacería la Cataluña milenaria con la Marca Hispánica ya en Europa y no en tierra de moros. En lo alto de las cimas estaba la Cataluña incontaminada y abajo, en las planicies, la pérfida España. El personaje de Manelic en Terra Baixa, la obra de Guimerà, encarnaría la bondad de los pobladores de las alturas y la maldad intrínseca de la gente próxima al litoral. Con el noucentisme llegó la idea de Cataluña-ciudad y Barcelona se convirtió en la futura gran capital del imperio soñado por Prat de la Riba.
Jordi Pujol odiaba Barcelona con todas sus fuerzas
Tal como se inventaron la montaña catalana, a la que Jordi Pujol y señora no pararon de coronar todas sus cimas y más, ahora se han inventado el territorio. El territorio delimita una zona de exclusión, como un Bantustán, reserva para nativos que no fueran blancos, en la Sudáfrica del apartheid, o Gaza enclave palestino pero controlado por Israel. El territorio es “la Cataluña catalana”, la auténtica, sin charnegos, la que empieza allá por donde acaba el Área Metropolitana de Barcelona y el antaño “cinturón rojo”. Pujol odiaba Barcelona con todas sus fuerzas, como Hitler odiaba Berlín y prefería mil veces más Múnich antes que decidiese hacer de aquélla la capital del Reich de los mil años. El expresidente “no quería que Cataluña fuera una gran capital, una gran metrópoli, con un trocito de país al lado”. Por ello “Barcelona es, por encima de todo y ha de serlo por encima de todo, la capital de Cataluña. Cuando lo deje de ser fracasará, no tiene sentido”. Quizás por ello pronosticó que Port Aventura sería mucho más importante para Cataluña que las Olimpiadas del 92.
Una de las grandes virtudes que adornan al presidente Puigdemont es que no es de Barcelona. Esta ciudad ha sido siempre para el nacionalismo su bestia negra. Cuando el director del MNAC tuvo la ocurrencia de decir que había que incluir la palabra Barcelona entre aquella sopa de letras para aprovechar el tirón de la marca de la ciudad, casi se lo comen con patatas. Barcelona es puramente instrumental, sirve para colgar la camiseta del Barça en la estatua de Colón o para cerrar el MNAC como escenario de un boda hindú de las mil una noches. Barcelona ya no tiene ciudadanos, solo visitantes.
Cuando las tropas de Franco tomaron las posiciones desde las cuales divisaban por primera vez Barcelona, uno de aquellos grupos formado por soldados de la España interior, al divisar la ciudad por primera vez desde aquellas alturas, se produjo un silencio sepulcral ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Lo interrumpió un oficial que en a voz en grito preguntó: “¿Quién ha permitido esto?”