En Cataluña la violencia empieza a ser noticia cotidiana. En estos momentos sufrimos la de los antisistema, incidentes reiterados en torno al denominado Banc Expropiat, y la de los independentistas radicales contra aquellos ciudadanos que osan manifestar en público ideas que no gustan al régimen. En menos de un mes se acumulan el ataque a las dos chicas que promocionaban La Roja; el acoso a una profesora, subdelegada del Gobierno, en la Universidad de Lleida; la agresión a jovenes de SCC en la UAB; las pintadas intimidatorias a Josep Ramon Bosch; los destrozos en una sede de Ciudadanos, y las amenazas cada día más explítictas contra los no independentistas en las redes sociales.
Si la Generalitat o el Parlament pueden promocionar la "desconexión", saltarse las leyes que consideran "injustas" o no ejecutar las sentencias que no les gustan, ¿por qué no va a poder hacerlo cualquier colectivo?
Siempre han pasado cosas así. Pasan en todas partes. Lo llamativo es la creciente reiteración y la reacción --o mejor dicho, la escasa o nula respuesta-- de las instituciones ante estos hechos. Para ser justo, debo destacar que los Mossos estan salvando la dignidad institucional del Govern. Su actitud está siendo la que se corresponde con su papel constitucional: defensa de la legalidad y la libertad de expresión, reunión y manifestación. Pero en el resto de las instituciones catalanas prevalece una actitud ambigua frente a los okupas, y un clamoroso silencio ante la violencia de los radicales independentistas.
No es extraño. Han sido nuestros responsables políticos los que han facilitado el clima actual. Su desligitimación de la legalidad abre la puerta a toda actuación al margen de la ley. Si la Generalitat o el Parlament pueden promocionar la "desconexión", saltarse las leyes que consideran "injustas" o no ejecutar las sentencias que no les gustan, ¿por qué no va a poder hacerlo cualquier colectivo?
Por otra parte, cuando los dirigentes nacionalistas hablan de que "la patria está en peligro", "España nos roba" o se califica de "fascistas" o "traidores" a los disidentes, es natural que los más radicales, sintiendose amparados, pasen a la acción.
El momento es problemático. La independencia exprés se aleja. La sociedad catalana se manifiesta cada vez más plural, y las próximas elecciones volverán a demostrarlo. Los no nacionalistas salen a la calle e inundan las redes, hasta hace poco reductos exclusivos de los indepes. La frustación crece y la sonrisa prepotente se convierte en rictus impotente y agresivo.
La sangre, afortunadamente, no ha llegado al río. Independentistas y contrarios a la independencia deberiamos poder convivir en Cataluña, porque esto no se va a resolver a corto ni medio plazo. Algunas minorías pueden apostar por la violencia. Pero las instituciones catalanas deberían asegurar la convivencia, a partir de su neutralidad y de la garantía de los derechos constiucionales de todos. Si no lo hacen, serán los responsables de lo que pueda llegar a pasar.