Tengo la buena costumbre (o mala, según se mire) de levantarme el sábado y el domingo a las siete de la mañana para ir a nadar. Cuando salgo a la calle, mochila en mano, conecto el piloto automático para llegar al gimnasio y apenas veo la gente con la que me cruzo, pero no hace mucho observé una escena que me hizo lamentar no tener una cámara para fotografiarla.
En Barcelona estamos acostumbrados a cruzarnos a cualquier hora del día y de la noche con personas que arrastran sus pertenencias y el metal que van rescatando de la basura y casi no nos inmutamos
Dos chicas de poco más de veinte años volvían de fiesta, el peinado ya deshecho, el maquillaje un poco desgastado y, en su cuerpo, el alcohol necesario para aguantar hasta el amanecer; andaban riendo y dando voces, circunstancia que seguro significó el fin del descanso de algún vecino. Se detuvieron, y sonrientes, se hicieron un selfie con el móvil de una de ellas, poniendo los morritos reglamentarios. No se dieron ni cuenta de que, tras ellas, a un metro escaso de distancia, un chico que aparentaba su misma edad, acababa de salir del cajero de un banco donde había pasado la noche y, tras colocar junto a él su carro de supermercado lleno de mantas, chatarra y objetos de lo más variado, encendía un cigarrillo y las observaba. Los ojos oscuros del chico podían expresar muchas cosas: envidia, deseo, desprecio, imposible adivinarlo. Ni se dieron cuenta de su presencia, estaban en su mundo, en su realidad, el muchacho del carro, sucio y desastrado, no existía.
En Barcelona estamos acostumbrados a cruzarnos a cualquier hora del día y de la noche con personas que arrastran sus pertenencias y el metal que van rescatando de la basura y casi no nos inmutamos. Los llamados 'chatarreros', hombres y mujeres, son inmigrantes, en su mayoría subsaharianos y rumanos, que venden lo que recogen allí donde pueden y son explotados por mafias. Los hay que se arriesgan a entrar en propiedades privadas para apoderarse de todo tipo de material y acaban siendo detenidos por un delito de robo con fuerza. Algunos consiguen mejorar su vida; otros subsistirán de cualquier forma mientras la salud aguante. Sin oportunidades, no puede haber una salida y, por el momento, ningún gobierno de la ciudad, de un color o de otro, se ha propuesto terminar con esa situación. Y ahí siguen, invisibles para algunos, pero formando parte del paisaje.
Charles Dickens en Nuestro amigo común critica la Ley de Pobres vigente en la Inglaterra de 1865 y dice lo siguiente sobre los que discrepan de su opinión: "Unos afirman que no existen pobres dignos de ese nombre que prefieran morir lentamente de hambre y por las inclemencias del tiempo en vez de la misericordia del funcionario de la beneficencia y ciertos asilos de pobres; los otros admiten la existencia de esos pobres, pero niegan que tengan causa o motivo para hacer lo que hacen". En definitiva, que hay quien piensa que la pobreza es algo que se escoge.
Cuando llegué a la altura de las chicas, estas echaron a andar riendo y charlando. Si hubieran permanecido donde estaban, un segundo más tarde, sobre sus cabezas habrían caído los excrementos de una gaviota que volaba bajo y que se posó, orgullosa, sobre la acera. El chico terminó el cigarrillo y se volvió para empujar su carro y ponerse en marcha. Empezaba su jornada.