No soy nada original cuando digo que la Generalitat está instalada en la política ficción desde el 11S de 2012. El primer día triunfal, cuando Artur Mas se echó en los brazos de Carme Forcadell y dejó de ser Molt Honorable. A partir de ese día, la política institucional vive instalada no en el mundo de la Utopía que describió el inglés Tomás Moro en su famoso ensayo renacentista, sino el de la fantasía que funciona de maravilla en el mundo Disney, pero no en el de la realidad. A no ser que se sea consciente de que se vive en un estadio irreal.
Es el mundo de los sueños. Es un estado catártico que a la corta produce un efecto placebo, pero a la larga produce tensión y luego frustre
Dicen que Walt Disney se hizo congelar pensando en poder volver a la vida el día en que los hombres descubrieran esa quimera. Congelado estará hasta el día en que se corte la luz.
Así los políticos indepes (que no se me enfaden los separatas), viven del cuento la mar de calentitos (no como el congelado Pescanova nacido en Chicago y depositado en el nicho frigorífico hace 50 años), y naturalmente no van a despertar a quienes les permiten vivir al abrigo de ese chollo, porque es de antiguo que la psicología humana tiende a creer lo que le gustaría que pasara. El hombre cree lo que desea. Es el mundo de los sueños. Es un estado catártico que a la corta produce un efecto placebo, pero a la larga produce tensión y luego frustre.
Esta política ficción que el Govern mantiene a través de sus hilos transmisores que son los medios públicos que viven de él, y también los mantenidos por las subvenciones públicas, es permanentemente esparcida con esas titas-titas que permiten mantener alimentada la llama del fuego.
La pasada semana esas titas-titas nos las dio, como no, en primicia TV3 anunciando y repitiendo que diecisiete personalidades de la vida pública, de la sociedad civil, habían entregado a la Generalitat el borrador de la futura República catalana que nacerá un día, teóricamente en quince meses. Como en ese ínterin llegamos a agosto de 2017, lo pasarían al mes siguiente, al 11S. Ya no vendrá de un mes después de haber esperado 303 años... ¡Qué viejos somos!
Como todo el mundo sabe, la historia de Cataluña es una historia de amor, paz y de no violencia, solo interrumpida por la 'puta' España que nos impide vivir en el paraíso terrenal
En ese borrador de la República catalana se dice que el nuevo Estado independiente no tendrá Ejército propio. Lo cual no deja de ser un distingo original en relación a los 195 estados existentes. Vale que Andorra, San Marino, Mónaco o Liechtenstein no lo tienen, pero no existe en este mundo un Estado con siete millones y medio de personas que no lo tenga. La demografía de Cataluña está equidistante entre la de Serbia y Dinamarca gracias a todos los inmigrantes venidos de todas las partes del mundo, a falta de los sirios y afganos que llegaran por la vía Colau.
Lo más idílico de esta solemne declaración de renuncia a un Ejército catalán es como viene a decir el preámbulo de esa República: el ADN catalán tiene un gen inequívocamente pacifista y, por lo tanto, el Ejército nos supone una combinación tan incompatible como el agua y el aceite. Vamos que, como todo el mundo sabe, la historia de Cataluña es una historia de amor, paz y de no violencia, solo interrumpida por la puta España que nos impide vivir en el paraíso terrenal.
Claro que esta reflexión tiene un envés: si el resto de los Estados del mundo mundial (exceptuando los citados A, SM, M y L, o las Islas Caimán sin citar) tienen su propio Ejército, es que carecen de esa cultura no violenta o pacifista que solo nosotros tenemos. Habría que proponer al conseller de Afers Exteriors, o en su defecto a Miquel Calçada, que solicitara a la Unesco que nos declarara Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, en el apartado de valores pacifistas.
Ni al imaginativo y perspicaz Walt Disney, que estará impaciente a que le corten la luz porque debe estar hasta los mismísimos de ser un témpano de hielo, habría ideado una cosa igual que nuestros ideólogos indepes, porque esta mercancía --más propia de los vendedores ambulantes de crece pelos del Oeste-- suena bien al oído para dar de comer (titas-titas) a sus gallinitas.
Los Puigdemont, Junqueras o Mas son los gallos del corral.