Tan sólo unos días después de la detención de Salah Abdeslam, uno de los organizadores belgas de los atentados de París de noviembre de 2015, Bruselas fue golpeada por dos ataques suicidas que mataron a más de 30 personas e hirieron a más de 200. Estos atentados pusieron el foco en la crisis de seguridad que sufre Europa ante los riesgos del terrorismo y la radicalización. Pero, además, los incidentes han confortado la idea de que Bélgica --mi país de origen-- es un Estado-nación fallido, que se muestra atrozmente incapaz de proteger a sus propios ciudadanos.
En su configuración actual, Bélgica ha dejado de ser un Estado-nación funcional para convertirse más bien en una 'federación' de tres regiones distintas (Flandes, Valonia y Bruselas-Capital) y tres 'comunidades lingüísticas' (flamenca, francófona y germanófona). Esta falta de cohesión se traduce, entre otras cosas, en una superposición de distritos policiales y judiciales que no se corresponden los unos con los otros ni desde un punto de vista geográfico, ni político, ni demográfico.
Puede decirse que en este momento, 'Bélgica' da nombre a una etapa intermedia en un proceso orientado hacia una separación política que regularmente se evoca, pero que nunca ha llegado a realizarse por completo. Así pues, ¿cómo ha llegado exactamente el país a un punto tan cercano a la pura y simple disolución?
La lengua como cuña
El 'fracaso' de Bélgica lleva mucho tiempo gestándose. Ha llevado más de un siglo de esfuerzos determinados y bien organizados para erosionar el Estado nacional en beneficio de un creciente control local/regional sobre prácticamente todos los ámbitos de toma de decisiones. Esta insidiosa política de la división se ha podido llevar a cabo a través de la cuestión lingüística, el verdadero elemento de 'cuña' en Bélgica.
Aunque compartimos un país que geográficamente es más pequeño que el área metropolitana de Nueva York, somos una nación de políglotas, y la mayor parte de nosotros hablamos no sólo francés y flamenco, sino también inglés, alemán y otras lenguas adicionales. Históricamente una región fronteriza entre Francia y Holanda, gobernada por la casa real de los Habsburgo, la Bélgica moderna emergió por vez primera como entidad independiente en 1789, pero fue rápidamente absorbida por el Imperio napoleónico francés. Tras la derrota de Napoleón en 1815, Bélgica se unió al reino de los Países Bajos (Holanda). El sentimento anti-holandés, amplificado por las diferencias lingüísticas y religiosas, desembocó en la revuelta de 1830, que dio lugar al actual Estado-nación belga.
En el siglo XIX, el francés fue la lengua dominante; era hablada en la región meridional (Valonia), poderosa y rica en carbón, y era el idioma preferido de la francófila élite burguesa. Pero a lo largo del siglo XX la situación se revirtió. Las minas en la región valona, francófona, se agotaron y dejaron tras de sí un cuadro de desempleo y pobreza endémica, mientras un boom comercial potenciaba el orgullo flamenco y su intransigencia lingüística. Las ocupaciones alemanas de Bélgica durante las dos guerras mundiales reforzaron y exacerbaron estas fracturas mediante calculadas estrategias de divide-y-vencerás, con las que se dio vuelo a los movimientos nacionalistas de base lingüística.
Durante la posguerra (a partir de 1945), la cuestión lingüística se 'resolvió' en principio mediante la división del país en dos grupos monolingües de provincias, separados entre sí por una frontera lingüística. Tan sólo las 9 communes (distritos) centrales de Bruselas fueron declaradas oficialmente bilingües, y existe una pequeña parte al este del país que es oficialmente germanófona. A día de hoy, es imposible saber cuánta gente habla cada lengua: la Constitución belga establece explícitamente que la lengua es la del territorio.
Pero 'flamencos' y 'valones' no son grupos étnicos en ningún sentido razonable, y estas etiquetas no corresponden necesariamente con la lengua que la gente habla en sus casas. Más bien indican la región en la que uno reside, puesto que se asume que cada belga habla en la lengua asignada a su región. Como ejemplo de la confusión que todo esto conlleva: Bruselas es oficialmente bilingüe, aunque la mayoría de sus habitantes son francófonos --y además es la capital de la región flamenca (neerlandófona).
En realidad, tenemos familias que rápidamente pueden pasar de un lado al otro de la supuesta frontera lingüística entre regiones. Vamos a partidos de fútbol y eventos deportivos donde jugadores y público vocean en mezclas y combinaciones improbables de ambas lenguas. Cambiamos de un idioma a otro según convenga. Pero pese a todo, arrecian las campañas políticas con las que los políticos locales avivan el agravio de que nuestra lengua 'propia' (la que sea) no es lo suficientemente respetada o apreciada en nuestra propia tierra (sea ésta la que sea).
Ni aquí ni allí
Prácticamente nada se ha hecho para abordar seriamente este problema. Se tiende a ignorar que tanto el francés estándar como el algemeen Nederlands (neerlandés estándar) que se emplean en el país son en realidad dos lenguas importadas, distintas de los antiguos dialectos fronterizos que se utilizaban tradicionalmente en Bélgica. Aquellos dialectos, que empezaron a declinar a medida que la industrialización arraigó con fuerza en el país, son sintomáticos de nuestra posición, única pero irremediablemente marginal, entre las principales lenguas europeas y sus ambiciones culturales.
E incluso estas dos lenguas principales, 'importadas' en Bélgica, el francés y el flamenco (neerlandés), no han sido adoptadas de forma completa. Cuando los belgas viajamos al extranjero, nos comunicamos en inglés para evitar roces y suspicacias, dada la especial sensibilidad que otros belgas pueden tener en materia lingüística. Y en casa, los medios belgas y la propia publicidad están frecuentemente saturados de inglés. Es posible que en realidad nos estemos dirigiendo a un futuro anglófono, sin francés ni neerlandés (por no mencionar los antiguos dialectos valón y flamenco clásicos).
Pero, en lugar de apostar por la obvia solución de enseñar a todo el mundo ambas lenguas en la escuela, eliminando así la mayor parte de la distancia entre ellas, Bélgica ha permitido que los interminables conflictos sobre diferencias lingüísticas sirvan como excusa para transferir sistemáticamente competencias estatales hacia los niveles locales (regionales) o municipales.
Y este fenómeno se ha agravado con la preferencia de la Unión Europea, explícitamente manifestada, por transferir poder y capacidad de decisión del nivel estatal a los niveles 'regionales' y locales, cortocircuitando completamente a los Estados-nación -- excepto en países con la suficiente fortaleza institucional (como el Reino Unido) o simplemente lo bastante homogéneos (como Dinamarca) como para resistir la dinámica.
La adhesión belga a la Unión Europea ha sido, en este sentido, una forma de evitar abordar las necesidades de un Estado-nación cada vez más en precario. Y las consecuencias de esta espiral de descentralización, alentada y dirigida por las élites, eran ya aterradoramente evidentes mucho tiempo antes de los atentados del 22 de marzo.
La incompetencia engendra el desastre
Las polémicas nacionalistas o identitarias en Bélgica solían ser inocuas; típicamente se limitaban a escándalos como que el alcalde de alguna ciudad flamenca resultaba comunicarse con los concejales de su ayuntamiento en francés, o al revés. Pero en los años noventa, a esto se añadieron numerosos casos de escandalosa ineptitud por parte de la policía belga para rastrear las actividades criminales a través de las fronteras lingüísticas, regionales o locales. Ninguno de estos casos fue más infame que el del pederasta y asesino en serie Marc Dutroux, que fue arrestado en dos ocasiones, y posteriomente liberado, antes de ser detenido de manera definitiva.
Al tiempo que la política de la Unión Europea de abrir las fronteras interiores y suprimir las barreras comerciales ha servido para hacer de Bélgica una economía fuerte y competitiva, estas mismas políticas han erosionado su Estado-nación en beneficio tanto de las entidades regionales/locales, como de la propia Unión. Este desmantelamiento ha acabado convirtiendo Bélgica en un foco de actividades criminales cada vez más peligroso, cuyo alcance va del tráfico de drogas, el robo de vehículos o los atracos a viviendas (aspecto en el que Bélgica se sitúa en la posición número 20 del ranking global) hasta horripilantes casos de trata de personas o violencia contra inmigrantes.
La inmigración en Bélgica aumentó considerablemente durante la expansión económica de la posguerra, cuando las necesidades de mano de obra en Europa occidental parecían inextinguibles, y el país cuenta hoy con más de un 10% de su población nacida en el extranjero. En torno a la mitad de los extranjeros en Bélgica proceden de otros países de la Unión Europea; entre el resto, marroquíes y turcos constituyen las minorías más visibles. Aquellos que llegan a Bélgica sin conocer la artificial división lingüística suelen rechazar una cultura que se concibe a sí misma fragmentada. Muchos de ellos se repliegan en comunidades sectarias --como el extenso gueto árabe/magrebí de Molenbeek-- que se sienten asediadas y excluidas de la sociedad en general.
Si los belgas no son capaces de imaginar una forma de reinventarse como Estado-nación funcional, capaz de trascender las diferencias lingüísticas y de otro tipo, las consecuencias podrían llegar a ser funestas. Sin un Estado suficientemente fuerte como para garantizar la seguridad de sus ciudadanos, y suficientemente cohesionado para incluir a poblaciones diversas en un proyecto común de ciudadanía, las fuerzas que están detrás de los atentados del 22 de marzo en Bruselas no harán más que enconarse e ir a más.
[Artículo traducido por Juan Antonio Cordero Fuertes, publicado originalmente en The Conversation y en Citymetric, y reproducido en CRÓNICA GLOBAL con autorización del autor]