Esta medida draconiana se dicta después de que la empresa no se haya molestado siquiera en proponer convenio alguno con los acreedores, pese a encontrarse en suspensión de pagos desde comienzos del año pasado.

El alto mando de la casa hizo constar, cuando instó el concurso, que no implicaba el cese de las actividades. Bien al contrario --aseguró-- las casi 50 clínicas de cirugía estética que todavía funcionaban, continuarían prestando sus servicios a la clientela.

Pero justo cuando se difundían esas optimistas manifestaciones, la firma ya había puesto en marcha un expediente de despido colectivo para toda la plantilla, compuesta por 300 empleados, 200 de ellos médicos especialistas.

Ese burdo engaño coronó una larga cadena de fullerías que comenzaron en julio de 2005. A la sazón, el accionista mayoritario de Dermoestética, el valenciano José María Suescun Verdugo, se las arregló para vender al público un lote minoritario del capital. La operación, coordinada por el banco norteamericano Morgan Stanley, alcanzó un éxito notable.

Era la primera vez en nuestros anales mercantiles que una sociedad de cirugía estética salía a bolsa. Además de Morgan intervinieron otros asesores de postín como Banesto, Ibercaja, Safei e Ibersecurities. Como de costumbre, se orquestó la habitual campaña de propaganda, encaminada a pregonar urbi et orbi las excelencias de una entidad hasta entonces prácticamente desconocida.

El estreno estuvo marcado por la polémica. Suescun compareció en la lonja de Madrid en compañía de 50 modelos esculturales disfrazadas con unos trajes de enfermera mucho más cortos de lo habitual. Semejante pormenor motivó encendidas denuncias del Consejo General de Enfermería, de algunas asociaciones de consumidores y del Instituto de la Mujer.

Pero el asunto no pasó a mayores. Los bancos colocadores vendieron los títulos al precio máximo que figuraba en el preceptivo folleto, de 9,1 euros. La estimación era disparatada. Suponía un 'per' o relación entre el precio y el beneficio de 200 veces. En aquel momento, el 'per' medio del mercado español rondaba las 16 veces.

Así, por arte de magia, se atribuyó a Dermoestética un valor de 360 millones de euros, cuando su giro apenas superaba los 70 millones y los recursos propios –capital más reservas– se limitaban a 25 millones.

Codicia sin límites

Huelga subrayar que Suescun propinó un pelotazo mayúsculo. Se embolsó la bagatela de 69 millones. Pero no tardaría en imponerse la cruda realidad, es decir, que el individuo de marras consiguió vender la mula más coja de la feria como si se tratara de una brillantísima ganadora de las carreras de Ascot.

Tras el arranque fulgurante de la cotización, Dermoestética aún experimentó sucesivas subidas. Pero pronto el ascenso del cambio se fue paralizando y súbitamente empezó a desinflarse. Su primer año de contratación se saldó con un derrumbe del 29%. Además, las cuentas corporativas ya arrojaban pérdidas. Nunca más volverían a los beneficios.

En 2013, el 97% de la cotización se había esfumado y la compañía acumulaba quebrantos demoledores por importe de 90 millones. Suescun lanzó entonces una OPA de exclusión para borrar a Dermoestética de la pizarra oficial. Ofreció a los ahorradores 0,33 euros por acción, cuando ocho años atrás se la había cobrado a 9,10 euros. Así, este espabilado hombre de negocios desembolsó menos de 3 millones por un paquete que él mismo había transferido por 69 millones.

Como suele ser habitual en este tipo de tomaduras de pelo con el parqué por medio, la Comisión Nacional del Mercado de Valores dio por buena la OPA. No formuló el más mínimo reparo y dejó tirados en la cuneta a los esquilmados minoritarios. El trasiego de Suescun recuerda punto por punto el manido timo de la estampita.

El final de la historia se señala al comienzo del presente artículo. Dermoestética se encamina a marchas forzadas hacia la extinción. Sirva este lance de advertencia a los inversores incautos. Y es que las salidas a bolsa encierran con harta frecuencia más trampas que una película de Fu Manchú.

Por mucho que las recomienden encopetados bancos extranjeros, no hay que olvidar que éstos actúan movidos exclusivamente por su propio e intransferible interés crematístico, y por una singular avidez a la hora de percibir sus retribuciones.