Hace pocos días pude ver, gracias a un enlace en internet, un debate televisivo en el que los invitados intercambiaban puntos de vista acerca del futuro de la música. Uno de los tertulianos era nada más y nada menos que Roger Waters, el célebre bajista de Pink Floyd. La opinión del autor de 'The Wall' fue taxativa y no dejaba resquicio alguno a la esperanza. En un discurso lúcido y descarnado auguró un escenario tremendamente sombrío para artistas, grupos y compositores. Las descargas ilegales, el streaming y los servicios de música a la carta han dado la puntilla a la industria del disco, que se ha ido desplomando estrepitosamente en todo el mundo, año tras año --a excepción del repunte del vinilo, que goza de buena salud gracias a un revival fetichista--.
No quiero pecar de agorero, pero coincido con Roger Waters. Pésimo futuro tiene la música; sus soportes físicos; los derechos de autor de los compositores y el sector comercial vinculado a ella
Waters refutó por completo la idea de que a día de hoy el negocio no reside tanto en la venta de álbumes como en las giras y conciertos que suceden al lanzamiento de un nuevo disco. Ese razonamiento peregrino ("No te quejes por las pobres ventas, ya las compensarás llenando locales") no se coge ni con pinzas. En más de una ocasión me han espetado algo parecido, cuando como escritor me he dado a los demonios al comprobar que todas mis novelas están pirateadas y disponibles en la red, al alcance de cualquiera: "No puedes evitarlo, mira el lado positivo: es una forma de que te lea más gente".
Cuando estas líneas vean la luz en la pantalla de su ordenador, la tienda más emblemática y querida por los melómanos catalanes, Discos Castelló, estará a punto de cerrar para siempre las puertas de su local en la calle Tallers de Barcelona. Será el último día del mes de marzo, tras ochenta y ocho años dedicados a la venta de música; desde aquellos pesados discos de piedra, que giraban a 78 revoluciones por minuto, hasta el compacto; desde Carlos Gardel a Mark Knopfler; desde el pasodoble al hip hop, pasando por el jazz, el blues y el rock.
La noticia ha sido recogida por numerosos medios de comunicación; acogida con indiferencia entre los más jóvenes --cuyo universo sonoro nace y muere en archivos mp3 que suenan a rayos y centellas-- y con lamentos entre aquellos que ya peinamos canas y seguimos rindiendo culto a la música, al sonido en su acepción más purista, a las portadas, al objeto coleccionable.
Recuerdo perfectamente aquellos lejanos días de la década de los setenta, cuando el señor Castelló, fallecido hace ya unos cuantos años, vendía el último álbum de Genesis, de Zappa o de Bowie, en un destartalado portal de Tallers. El negocio creció y prosperó, por lo ajustado de los precios. La familia abrió entonces numerosas tiendas, aquí y allá, que no resistieron, lamentablemente, el embate de internet y las redes P2P (peer-to-peer). Todas fueron cerrando, una tras otra, empezando por la dedicada a la música clásica, cuando se instaló entre nosotros la maldita crisis que todavía arrastramos. Ahora lo hará la última de ellas. Tiran la toalla, se rinden, es normal. Adiós, Discos Castelló. Fin de una era dorada y de un modelo de negocio que fue de éxito.
Todo desaparecerá paulatinamente, sin estrépito, languideciendo a medida en que abrazamos con fe ciega lo virtual, lo intangible, lo digital, en detrimento del formato físico
No quiero pecar de agorero, pero coincido con Roger Waters. Pésimo futuro tiene la música; sus soportes físicos; los derechos de autor de los compositores y el sector comercial vinculado a ella. Entre Spotify; Apple Music; Amazon; las descargas ilegales; la facilidad para duplicar CDs; las discografías que caben en un pen drive y pasan de mano en mano y un IVA desorbitado, gravando todo lo que huela a cultura, no hay nada que hacer.
Batalla perdida.
Y mucho me temo que el mismo augurio sirve para la literatura y el cine. Todo desaparecerá paulatinamente, sin estrépito --como los carretes fotográficos y el revelado en papel lo hicieron en su día--, languideciendo a medida en que abrazamos con fe ciega lo virtual, lo intangible, lo digital, en detrimento del formato físico. Adiós al olor a imprenta, a las películas ordenadas por géneros en una estantería, a las fotos, a la discoteca...
En muy pocos años toda la cultura que atesorábamos a lo largo de una vida cabrá en un diminuto disco duro de varios porrillones de terabytes.
Nos venderán bytes, archivos, humo inaprensible, cultura en una nube.
Muy triste.