Dicen los estudiosos que durante la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar el mayor éxodo de refugiados de la historia. Las fotografías, en blanco y negro, dan cuenta de trenes llenos de personas que cuelgan de todos los asideros posibles y se amontonan de cualquier forma; de hombres y mujeres con etiquetas cosidas en la ropa para ser identificados; de una multitud andando por las vías del tren hacia un destino incierto; de ciudades devastadas.

Setenta años después, las fotografías, ahora en color, muestran las mismas imágenes, de los trenes llenos, de las vías que prometen un destino lejano pero infinitamente mejor

Las miradas de los niños, despiertas, inocentes, transmiten ternura; algunos, los mayores, orgullosos de cuidar de sus hermanos pequeños, de ser los hombres de la familia, con maletas ajadas que casi doblan su tamaño y juguetes rotos, desgastados, pero de los que no pueden separarse. Porque siguen siendo niños a pesar de todo.

Setenta años después, las fotografías, ahora en color, muestran las mismas imágenes, de los trenes llenos, de las vías que prometen un destino lejano pero infinitamente mejor, hacia el norte, siempre al norte, de las ciudades que ya no existen, aplastadas, reducidas a escombros por las bombas y de las miradas de los niños que siguen siendo despiertas e inocentes, que confían en lo que les han contado sus padres: que les espera una casa, una escuela, un sitio donde vivir. Juegan con cualquier cosa y hacen largas colas para recibir la ayuda humanitaria. Una foto queda grabada en la retina, un osito de peluche clavado en una alambrada junto a un titular estremecedor que debería remover conciencias. Se han contabilizado 10.000 niños desaparecidos tras haber llegado a Europa huyendo de la guerra. Nadie sabe dónde están.

Los barracones de madera del siglo XX han sido sustituidos en el XXI por tiendas de campaña amontonadas en campos cercanos a las fronteras que la lluvia convierte en un mar de fango. En 'Asesinos sin rostro' describía Henning Mankell la situación de los campos de refugiados en Suecia, el debate social, el odio y el miedo hacia los que vienen de fuera. El comisario Kurt Wallander mira uno de esos campos y piensa: "Sólo le falta una valla alrededor y sería un campo de concentración".

Los barracones de madera del siglo XX han sido sustituidos en el XXI por tiendas de campaña amontonadas en campos cercanos a las fronteras que la lluvia convierte en un mar de fango

Fotos de las playas y las rocas en las que reposan los cuerpos de los que han intentado la travesía de su vida, de botes hinchables que se hunden en el mar por el peso de la gente, de personas ateridas, enfermas, que son rescatadas. De momento han tenido suerte. En la isla de Lesbos muchos consiguen eludir los controles y esperan poder subir a un ferry para alcanzar el continente.

Cuenta la leyenda que a esta isla llegó la cabeza del dios Orfeo, flotando en el mar y cantando dulcemente sus profecías, hasta que el propio dios Apolo le ordenó silencio. Habría que preguntarse si fue capaz de profetizar este desastre. Quizá sí, porque el ser humano no ha cambiado demasiado a lo largo de los siglos.

Y en la soñada Europa, hombres y mujeres que han tenido la suerte de nacer cuando lo han hecho y de vivir donde viven hablan sobre el futuro de esos miles que cruzan mares y montañas, en busca, por si alguien no se ha dado cuenta, de aquello a lo que todos tenemos derecho.