El no de la CUP a investir a Artur Mas ha generado dos reacciones contrapuestas. Por un lado, la de aquellos patriotas que lloriquean por las redes sociales ofendidos por perder la oportunidad histórica de la independencia --para ellos, desde hace un par de años está a la vuelta de la esquina-- pero sobre todo el Gobierno (es decir, sus cargos y subvenciones) que califican a la CUP de españolazos al servicio del CNI. También hay la de aquellos que celebran la caída de Mas el astut después de haber divido Cataluña, su partido y buena parte de los demás. Unos y otros basan sus reacciones, más emocionales que reflexivas, en la consideración de que el procès tal y como lo diseño Junts pel Sí y aprobó el Parlament, está muerto.
Para mi, que parto de la opinión de Xavier Monge, que comparto plenamente, de que “el procès independentista es un fraude” desde el primer día, tengo una postura menos definida que las anteriores descritas. Creo que el análisis mayoritario de la CUP es correcto, y, como no coincido con sus objetivos políticos, mi postura es ambivalente.
Por un lado me satisface ver las reacciones de frustración y rabia de los que han vivido , y pretenden seguir haciéndolo, de un gran fraude que ha castigado a los catalanes, incluidos los independentistas, durante estos años y de la que Cataluña tardará mucho en recuperarse, si es que somos capaces de hacerlo. La independencia no se producirá, al menos en el corto y medio plazo, pero lleva camino de convertirse en un cáncer, en una enfermedad sin curación que solo admita tratamientos paliativos.
Me produce satisfacción ver las caras de algunos prohombres que, muchas veces en contra de las empresas que dirigen, han financiado y coqueteado con Mas convencidos también de que el procès era un fraude. Ahora empiezan a preocuparse de verdad ante lo que puede salir de las urnas en marzo.
Pero, como he dicho, esa satisfacción no es más que una pequeña miseria humana. Prevalece mi preocupación porqué las elecciones de marzo, aunque frustraran a algunos independentistas de buena fe y eliminaran del primer plano de la política catalana a algunos que se lo merecen, no van a solventar el problema y nos añadiran otros no menos graves.
Hubiera preferido la investidura de Mas y su agonía lenta, su desgaste paulatino, incluso un sucedáneo de choque de trenes, para que hubiera tiempo de articular una alternativa sensata en Cataluña cimentada en la hartura de los catalanes.
No será así. Estamos abocados, si no se produce un milagro político difícil de visualizar, a un Gobierno que sustituya la independencia exprés por la vuelta al dret a decidir y que estará integrado por organizaciones de las que no estoy muy seguro de su convicción democrática en la única acepción que merece tal calificativo: la democracia representativo, el respeto a las leyes, la apuesta por la convivencia, el respeto a la economía social de mercado y la convicción europeísta. Un Gobierno que seguirá fomentando el victimismo y utilizando las escuelas como centros de adoctrinamiento.
Todo ello si un tamayazo o un cambio de candidato no acaba evitando las elecciones de marzo. Junqueras debe estar echando cuentas de si puede o no ganar a Colau. Yo me alegraría, ya he explicado porqué, aunque a estas horas de la tarde del 3 de enero parece más que improbable.