La plaga de sucesiones familiares en las sociedades cotizadas en bolsa se extiende como mancha de aceite. En las últimas semanas acaecieron dos casos llamativos, que corresponden casualmente a sendas empresas catalanas.

El laboratorio Grifols, de Barcelona, productor de derivados del plasma sanguíneo, hizo saber que el actual líder de la casa, Víctor Grifols Roura, de 67 años, cederá la batuta a su hermano Raimon y a su hijo Víctor Grifols Deu, a partir de 2017. De este modo, la alta dirección del grupo queda férreamente anclada en el más estricto ámbito familiar. A raíz de tal anuncio, la compañía divulgó un comunicado laudatorio de las virtudes y merecimientos de ambos personajes. ¿Cabía esperar otra cosa?

Poco antes de dicho traspaso, el fabricante de piscinas Fluidra, de Sabadell, notificó que el presidente Juan Planes Vila, de 74 años, cesa con efectos desde primero de enero y lega su poltrona. ¿Adivinan a quién? Pues a su hijo Eloy Planes Corts, de 46.

Los relevos en la cima de Grifols y Fluidra se pasan por el arco del triunfo los códigos de buen gobierno corporativo que señalan la necesidad de separar con nitidez la propiedad y la gestión

Los relevos en la cima de Grifols y Fluidra se pasan por el arco del triunfo los códigos de buen gobierno corporativo que señalan la necesidad de separar con nitidez la propiedad y la gestión, de forma que nunca se confundan. ¿Acaso no es posible encontrar por el ancho mundo unos ejecutivos más calificados y expertos que los vástagos de los respectivos mandamases?

Es de subrayar que el capital de esos dos conglomerados no pertenece en exclusiva a las familias que los rigen. Se trata de dos pequeñas multinacionales que salieron a bolsa y cuyas acciones están desperdigadas entre millares de inversores. Éstos, lógicamente, esperan del estado mayor la mejor gestión posible.

La designación de la parentela directa, como si de una sucesión dinástica se tratase, obedece al propósito de que la saga se perpetúe en la cumbre del poder. Pero no trae aparejada necesariamente la excelencia de la administración. Por ello suscita abundantes voces críticas, que tachan tales prácticas de impresentables, burdo remedo del vetusto Juan Palomo y muestra de infinito desprecio hacia el innominado cuerpo accionarial.

Linaje Botín

Lances de esta naturaleza no son únicos. En la bolsa menudean otros similares en instituciones de mucha mayor talla que las dos citadas. Así ocurre, por ejemplo, en un coloso como Banco Santander, que tiene 3,2 millones de consocios, 185.000 empleados y casi 13.000 oficinas en el extranjero.

En septiembre de 2014, tras la repentina muerte del gran jefe Emilio Botín, su hija Ana Patricia pasó a ocupar el sillón vacante con la aquiescencia unánime del consejo en pleno. Todos sus miembros deben el cargo a la designación “digital” del ilustre patriarca. Por tanto, se explica que ninguno de ellos osara abrir el pico para formular pega alguna, pese a que la ascensión de la hija entrañaba un ejercicio de nepotismo como la copa de un pino. Es fama y razón que el clan cántabro siempre ha manejado el banco como si se tratase de su cortijo particular, pese a que posee un exiguo 0,52% del capital.

Bajo la férula de la “pubilla”, el Santander no ha creado un mísero céntimo de valor para sus millones de accionistas

Cabría entender la exhibición de sumiso favoritismo por parte del órgano de gobierno si Ana Botín luciese logros de espectacular brillantez, propios de una fuera de serie. Lo cierto es que su carrera profesional, junto a éxitos indiscutibles, que sin duda los hay, también almacena fracasos sonados.

Por ejemplo, probó sus armas como emprendedora independiente en el mundo de Internet, sin que le acompañara el éxito. Invirtió fuertes sumas en una firma de transporte frigorífico internacional por carretera, que desembocó en suspensión de pagos. Desembolsó 300 millones de euros para hacerse con un banco de inversión de Singapur; el tejemaneje terminó como el rosario de la aurora.

Más tarde, su padre la colocó al frente de Banesto, filial del Santander. Su mandato discurrió sin pena ni gloria. Luego estuvo tres años en la filial británica del Santander. En ese intervalo, el beneficio de la subsidiaria cayó casi a la mitad.

Pese a precedentes tan poco halagüeños, Ana Botín asumió la máxima responsabilidad de Grupo Santander el 11 de septiembre de 2014, cuando el banco cotizaba a 7,7 euros. Esta semana marcó 4,6 euros mondos y lirondos. Es decir, en los poco más de quince meses que ha encabezado la entidad, la cotización ha sufrido un desplome del 40%. Esta caída supera con creces la de sus ilustres colegas del Ibex, pues en el mismo periodo BBVA baja un 29%, Caixabank un 33%, Popular un 38% y Sabadell un 32%.

Dicho con otras palabras, bajo la férula de la “pubilla”, el Santander no ha creado un mísero céntimo de valor para sus millones de accionistas. Bien al contrario, lo ha destruido a manos llenas. Este escueto dato refleja, mejor que ningún otro, la nada gloriosa labor de su primera espada. Y así lo certifican los mercados, con su fallo inapelable.