La sentencia del Tribunal Constitucional emitida el día 2 de diciembre, anulando la resolución aprobada por el Parlamento de Cataluña para iniciar el proceso independentista, le produce indiferencia a Artur Mas. Lo sabíamos. También parece producirle indiferencia no haber conseguido ni siquiera los votos de la mitad de los catalanes para iniciar su “proceso”, término que me recuerda sospechosamente a cuando Franco hablaba del “movimiento”. ¿Nada de lo que ocurra a su alrededor le hará cambiar de opinión? Lo único que parece trasponer a Artur Mas es la posibilidad de no seguir siendo el presidente de la Generalitat, por eso está dispuesto a serlo a cualquier precio. Cuando hablo del precio que hay que pagar, me refiero al precio que tienen que pagar los catalanes para que él sea presidente.

El su “proceso” de Mas es un término que me recuerda sospechosamente a cuando Franco hablaba del “movimiento”

Mas afirma que la voluntad política de los diputados y de los ciudadanos no se puede anular por mucho que lo quiera el Tribunal Constitucional y así lo ordene en una sentencia. Le doy toda la razón, pero también le digo que, por más que los diputados independentistas se empeñen en afirmar que tienen un mandato claro de los ciudadanos para iniciar el proceso de separación del resto de España, no pueden anular la voluntad de más de la mitad de los catalanes que votaron a partidos no independentistas en las últimas elecciones autonómicas. Elecciones donde lo único que se decidía, por cierto, era como se desarrollaría la gestión de las competencias con sus correspondientes recursos. Competencias y recursos que se corresponden a las que la Generalitat de Cataluña tiene cedidos como respuesta a sus propias demandas durante el proceso de desarrollo del Estado Autonómico.

Mientras la mayoría de ciudadanos esperamos que las dinámicas políticas generen los escenarios para que sea posible hablar de propuestas, Mas se queja que con este Estado no se puede ni sentar a hablar. Pero Mas no tiene nada que envidiar a la falta de dialogo que preconiza que poseen los demás, porque ha demostrado que nunca ha querido dialogar. No hemos visto ninguna propuesta sobre la mesa, y sigue sin haberla. Lo único que se propone es saltarse la ley, y la queja de que la única respuesta que se obtiene es que no se la pueden saltar. ¿Somos espectadores de una partida de ping-pong o de un diálogo de sordos? Muchos ciudadanos creemos que la solución es política, pero, a diferencia de Mas, pensamos que la solución ha de serlo para todos, y que mientras esta solución no exista, el Estado nos tiene que garantizar a todos que no se rompen las reglas del juego.

Mas pide dialogo al gobierno, pero el diálogo no puede ser para discutir los términos de la independencia

Mas pide dialogo al gobierno, pero el diálogo no puede ser para discutir los términos de la independencia. Sentarse a dialogar no es presuponer el resultado, sino poner sobre la mesa las diferentes alternativas, estudiarlas, y pactar el máximo común denominador de las partes. Es decir, encontrar lo que nos une y nos permite seguir existiendo. Y cuando sepamos el cariz que toman las propuestas, es de lógica democrática realizar el correspondiente referéndum. Nunca se puede votar antes de saber los pros y contras de lo que vamos a votar.

Y a pesar de que la mayoría de catalanes se inclinan por modificar las reglas del juego, en vez de declararse unilateralmente independientes sin más, esta voluntad ha sido sistemáticamente ninguneada por los partidos independentistas, que sin embargo hablan de mandato democrático. También acostumbran a decir que la respuesta no ha de ser jurídica sino política y que lo importante no es el presidente, sino el proceso. Los hechos son tozudos y no avalan lo que dicen cuando se emperran en elegir un presidente que no es otro que Artur Mas. Y el movimiento, o sea el “procés”, me recuerda, no sé por qué, que siempre tiene que haber un Caudillo cuando de lo que se trata es de hacer historia con el pueblo elegido, que nunca somos todos.