Vuelve al primer plano de la actualidad el escándalo de los finiquitos que distribuyen a manos llenas las grandes compañías cotizadas. Felipe Benjumea dejó la presidencia de la ingeniería andaluza Abengoa en septiembre. A la sazón, se metió en el bolsillo una depredadora compensación de 11,5 millones de euros y, encima, le encumbraron a presidente de honor.
Su segundo de a bordo, el consejero-delegado Manuel Sánchez Ortega, se había ido unos pocos meses antes “por motivos privados”. Se le concedió una recompensa de 4,5 millones, más un momio adicional de 3,3 millones si se cumplen determinadas circunstancias. Es de subrayar que tanto Benjumea como Sánchez, venían cobrando un opíparo sueldo anual de 4,5 millones.
Vuelve al primer plano de la actualidad el escándalo de los finiquitos que distribuyen a manos llenas las grandes compañías cotizadas
Esas cantidades son, en sí mismas, exorbitantes. Pero además claman al cielo. Ocurre que la pésima gestión de sus perceptores colocó la empresa al borde del mayor fallido de la historia española. De momento, su debacle bursátil deja en la ruina a multitud de accionistas. Algunos de ellos ya han interpuesto querellas contra ambos caballeros ante la Audiencia Nacional.
Los tribunales determinarán en su día si el grosero pillaje de las arcas sociales encierra materia delictiva. En todo caso, las obscenas mamandurrias de los dos personajes citados evidencian, una vez más, la codicia sin límites característica de buena parte de los oligarcas del Ibex.
Las peripecias bochornosas de Abengoa coinciden con otras similares acaecidas en la tecnológica Indra, que por cierto también está contra las cuerdas. Javier Monzón, gran capo de la casa durante 22 años, cesó en enero último, no sin percibir la fruslería de 12 millones a título indemnizatorio.
Indra atraviesa hoy serias dificultades. Ha perdido 560 millones en los nueve primeros meses del año. Anuncia 1.700 despidos. Y hete aquí que el máximo responsable del desaguisado no sólo se va de rositas, sino que se forra literalmente, mientras endosa la factura de su particular fiesta a la masa inerme de los empleados, muchos de los cuales pueden terminar en las filas del paro.
Además, se ha sabido que Monzón disfrutaba secretamente de un jet privado, sufragado por la sociedad a espaldas del consejo de administración, que jamás supo de tales lujos y despilfarros. El órgano de gobierno ha reaccionado cancelando el título de presidente de honor que dio en conferir generosamente a Monzón a raíz de su partida.
Botines insolentes
¿Cómo es posible que Benjumea, Sánchez y Monzón ingresaran sus voraces chollos? Pues porque gozaban del respaldo de unos contratos blindados, que los propios beneficiarios se habían auto-asignado por sí y ante sí. El terceto de marras no es una excepción. Casi un millar de prebostes del Ibex-35 ostentan privilegios de ese tenor. O sea que la plaga de la avaricia se ha extendido como mancha de aceite. Así se dan situaciones clamorosas como las de Abengoa e Indra, cuyos aguerridos mandamases se embolsan “premios” espectaculares tras hundir las entidades respectivas.
La larga crisis económica y financiera deja al día de hoy un saldo de más de 3 millones de puestos de trabajo destruidos. A la vez, muchos de los que todavía conservan el suyo, han experimentado una devaluación salarial cercana al 25%.
En cambio, los miembros de los sanedrines del Ibex acumulan una subida retributiva del 22% desde 2010, y alcanzan un promedio por cabeza de 613.000 euros anuales, que sube hasta los 2,7 millones en el caso de los consejeros ejecutivos.
Cuando los directivos se mueven impulsados por una avidez sin límites, es fácil que caigan en prácticas propias del latrocinio mondo y lirondo
Tengo para mí que la cuantía de semejantes devengos traspasa los límites de lo razonable para instalarse en el abuso más pernicioso. Cuando los directivos se mueven impulsados por una avidez sin límites, es fácil que caigan en prácticas propias del latrocinio mondo y lirondo. De pasada, su carencia de moral les erige en eficaces propagandistas del anticapitalismo.
Cada vez que se suscita el asunto de las gratificaciones estratosféricas de los directivos, tratan éstos de justificarlas por el valor que añaden a los negocios. Pero, con harta frecuencia, no solo no aportan valor alguno, sino que desvalijan una riqueza que pertenece a los accionistas.
Los consejos del Ibex están hoy controlados, más férreamente que nunca, por los grandes timoneles de cada empresa. Es fama y razón que muchos de ellos actúan a su antojo y cubren las apariencias designando a ciertos vocales calificados, sin el menor rubor, de “independientes”. Presidentes y consejeros delegados hacen y deshacen con facultades omnímodas. Los accionistas, en teoría dueños de las compañías, pintan poca cosa a la hora de adoptarse las decisiones corporativas relevantes. De hecho, carecen de cauces reales para influir sobre ellas, ni siquiera en mínimo grado.
Los desfalcos perpetrados en Abengoa e Indra ponen sobre la mesa la urgente necesidad de recuperar los valores básicos de la economía libre, los que le dan legitimidad social. Me refiero a la cultura del esfuerzo y el trabajo bien hecho, remunerado con un salario idóneo y una jubilación digna. También parece oportuno implantar otro principio fundamental: quien recibe los beneficios debe correr también, en su caso, con las pérdidas. Lo contrario equivale a una odiosa ley del embudo.