En el planteamiento reivindicativo del nacionalismo independentista catalán llama poderosamente la atención la singular convicción que se esgrime de estar en posesión de la verdad y de la razón moral, todo ello envuelto de retórica buenista y de la sonrisa de la Mona Lisa. La democracia y la dignidad son exhibidos como sus valores esenciales y asumidos como una posesión en exclusiva. Aún más, el ‘derecho a decidir’ y la ‘desconexión’ --cual canal de televisión-- se plantean como principios incuestionables de soberanía e higiene cívica. Y como guinda del referido buenismo, la tolerancia (sic), presunto eje de conducta omnivalente.
Su respuesta, secularmente repetida, es bien conocida: estigmatizar y demonizar esas discrepancias o resistencias con los clásicos clisés de lerrouxismo o simplemente fascismo
Sorprende la reacción de esta retórica angelical ante cualquier tipo de oposición o reticencia o duda, explícitamente manifestadas. Su respuesta, secularmente repetida, es bien conocida: estigmatizar y demonizar esas discrepancias o resistencias con los clásicos clisés de lerrouxismo o simplemente fascismo. Incluso cuando a un referente histórico del nacionalismo pancatalanista como el valenciano Raimon se le ocurrió reflejar alguna perplejidad ante la situación que estamos viviendo, se olvidaron todos sus acreditados méritos pasados para hundirlo en el infierno de los presuntos traidores, pagados por el centralismo madrileño para “malmetre el procés”.
Hay que decir, de entrada, que impresiona esta convicción dogmática, esta fe que inspira sus creencias, atizadas, sin duda, por el renovado sacerdocio mediático que exorciza la prudencia, llamándola miedo, y que apela a un providencialismo de pueblo elegido, que implica una permanente fuga hacia delante puramente emocional.
Y decimos renovado sacerdocio porque, inevitablemente, tanta referencia al histórico 1714 obliga a repasar la historia del siempre invocado sitio de Barcelona por los borbónicos. Si hay algo bien patente en aquella defensa de Barcelona es la increíble exhibición de fanatismo religioso, con todo tipo de procesiones, rosarios, plegarias, novenarios, invocaciones inmaculadistas.
Detrás del dogmatismo independentista actual, con tantas capas de modernidad y no menos de ficción inventada e impostada, late el viejo providencialismo mesiánico que tanto glosara el obispo tradicionalista catalán Torras i Bages
No debe resultar extraño que cuando se planteó una propuesta de negociación entre sitiadores y sitiados, a principios de mayo de 1714, las instituciones catalanas solicitaran al vicario general Josep Rifós una consulta popular, vía confesionario. La información obtenida se comunicó al vicario Rifós y éste la trasladó al Consell de Cent de la ciudad. La respuesta mayoritaria de los penitentes confesados fue sí. Quedó legitimada la continuidad de la resistencia, la misericordia divina era la última garantía.
A caballo de la fe, el clero se convirtió en el gran promotor y gestor de la resistencia. Nada nuevo. Este imperativo religioso tenía ya larga tradición en Cataluña. Gaspar Sala había hecho del nacionalcatolicismo uno de los fundamentos ideológicos de la revolución de 1640. En siglo XIX, el carlismo catalán continuaría con estos discursos católicos. Hoy no es políticamente correcto recordar que los primeros relatos de la épica del sitio de 1714 los hizo el clérigo carlista Mateo Bruguera en el siglo XIX.
Ciertamente detrás del dogmatismo independentista actual, con tantas capas de modernidad y no menos de ficción inventada e impostada, late el viejo providencialismo mesiánico que tanto glosara el obispo tradicionalista catalán Torras i Bages. Ahora ese providencialismo, camuflado por la modernidad laica, es puro cofoïsme, una complacencia alimentada por una extraña ensalada de símbolos y creencias. Así se esgrimen los triunfos deportivos del Barça como emblema propio, se cree ciegamente que la redentora Europa arreglará la situación, olvidando las viejas frustraciones en ese escenario, e incluso se supone que la providencia ampara al procés ante la debilidad política del Estado.
Los nuevos sacerdotes participan hoy en muchas tertulias. Como clérigos convincentes muestran su sonrisa autosuficiente, predican la fe en el más allá del Estado propio, con la seguridad de tener en sus manos el monopolio de la legitimidad moral, el patrimonio de la virtud, la garantía del paraíso que nos espera y que, presuntamente, tuvimos en la Arcadia feliz previa a Felipe V. Y a las malas, siempre nos quedará el purgatorio autonómico, antesala del cielo, aunque no parecen estar seguros por cuanto tiempo.