El Gobierno de la Generalitat ha utilizado los votos para las candidaturas al Parlament para redefinir la soberanía de Cataluña. Las elecciones, por definición, son cuestión de opinión y la soberanía, es cuestión de Poder.
Lo que dicen los votos es que no se han alcanzado la mayoría necesaria para poder cuestionar la legitimidad del 'contrato social' que vincula a Cataluña con el Estado a través de la Constitución española
Las elecciones representan la opinión de los electores sin afectar al 'contrato social' que regula las relaciones del pueblo con el Gobierno del Estado. Por el contrario, la legitimidad del 'contrato social' se basa en la sanción democrática que los catalanes otorgamos a la Constitución del 6 de diciembre de 1978. La soberanía no depende de mayorías sino de la capacidad para representar a todos los ciudadanos.
Las elecciones al Parlament han puesto de manifiesto que, en Cataluña, contamos con un estado de opinión contrario a la forma que el Estado gestiona su Poder: eso es lo relevante. Tan importante como los votos emitidos es la interpretación que se les atribuye para estar en condiciones de gestionarlos.
Lo que dicen los votos es que no se han alcanzado la mayoría necesaria para poder cuestionar la legitimidad del 'contrato social' que vincula a Cataluña con el Estado a través de la Constitución española, legitimidad que en 1978 congregó a más de 2,5 millones de votos de ciudadanos catalanes, número que para comparaciones debería adaptarse al crecimiento demográfico experimentado en Cataluña.
Ningún contrato, en parte alguna de nuestro Mundo, puede decidirse unilateralmente y el 'contrato social' de los ciudadanos con respecto a su Estado no es una excepción: las partes contratantes son el Estado y los ciudadanos, pero su vinculación va más allá de los aspectos jurídicos puesto que acaba siendo una compleja madeja interaccionada de relaciones e intereses con todo el Mundo. En rigor, ningún país tiene el equivalente a una independencia política. Esa es la razón por la que la eventual independencia de un país no depende de su voluntad política sino de la decisión cualificada de Naciones Unidas, pues nada hay más peligroso para el equilibrio geopolítico que la proliferación de Estados fallidos.
Lo conseguido durante la Transición fue más real y próximo a nuestra época que una idealizada legitimidad nacional dependiente de la frustración de hace 300 años y consecuencia de decisiones ajenas
La cultura occidental regula la gestión de cada sociedad con decisiones racionales para dar cabida al ejercicio democrático de la política, a su negociación o consenso. Se trata de un modelo basado en siglos de experiencias, para evitar el reduccionismo que conduce a posiciones emocionales antagónicas, incapaces de dar cabida a la política racional porque el sentimiento de pertenencia se activa en las ocasiones que se debe defender la supervivencia colectiva y ésta no admite posiciones intermedias. En tales condiciones, para evitar situaciones límite que nadie desea, el reto de la Generalitat es el de traducir la voluntad de los catalanes en cualquier posición racional susceptible de negociar con las instituciones del Estado.
Se trata de aplicar el modelo que diputados y senadores convenimos en 1977 para recuperar la Generalitat. La posición negociadora fue sancionada por unanimidad de la Asamblea de parlamentarios. Lo conseguido durante la Transición fue más real y próximo a nuestra época que una idealizada legitimidad nacional dependiente de la frustración de hace 300 años y consecuencia de decisiones ajenas. No necesitamos la legitimidad histórica para ser reconocidos como nación sin Estado, eso ya lo dice la Constitución.