El miedo tiene muy mala prensa. Sentir miedo se identifica con debilidad y cobardía, pero son sentimientos muy distintos. El miedo es natural, y no conduce necesariamente a la cobardía; puede provocar, por el contrario, la valentía. El tener miedo es un recurso evolutivo imprescindible para la supervivencia. Es una alarma que nos alerta del peligro.
Cuando una sociedad democrática llega a una situación en la que es la convivencia y el orden social lo que se pone en juego, alertar de los peligros no sólo es necesario, sino obligatorio
Para dominar el miedo hay que distinguir entre miedos reales y miedos imaginarios. Los dos pueden ser igualmente dañinos si provocan reacciones desproporcionadas de ataque, huida, pánico o parálisis. De aquí la importancia de objetivar el miedo, valorarlo y controlarlo adecuadamente.
El miedo es una poderosa arma política: tiene gran capacidad de influencia en la creación de estados de opinión, que son también estados de ánimo. Precisamente porque es poderoso, es muy difícil usar políticamente el miedo de modo correcto. ¿Es aceptable el uso del miedo en una sociedad democrática?
Cuando una sociedad democrática llega a una situación en la que es la convivencia y el orden social lo que se pone en juego, alertar de los peligros no sólo es necesario, sino obligatorio. Es lo que está sucediendo hoy en Cataluña. No hace falta inventarse nada, alentar miedos imaginarios. Que una Cataluña independiente saldría automáticamente de la UE, de la OTAN, de la ONU y de otros organismos internacionales, eso no es inventarse nada, sino alertar de un peligro real. Lo mismo podríamos decir del futuro de las pensiones, la exclusión del Barça de la Liga, el hundimiento del comercio con España, el riesgo de impago de la deuda, la deslocalización de empresas y bancos, la huida de capitales e inversiones extranjeras, la desprotección ante el terrorismo, la imposible defensa de las fronteras, etc.
Ya no se trata de rechazar a la miserable España, sino de saber qué Cataluña es la que se les viene encima. A lo mejor pasan del rencor y el odio a España al miedo a una República Catalana Anticapitalista al estilo de Kim Yong-un
Hablar de todo esto no sólo es políticamente legítimo, sino democráticamente necesario. No hacerlo por miedo a la reacción de los independentistas, es un buen ejemplo de lo que no se debe hacer: sucumbir al miedo. Claro está que hay que hacerlo con objetividad, sin aspavientos ni añadidos innecesarios. Nunca es tarde, pero la precipitación con que el PP y los empresarios han intentado alertar a los catalanes sobre los peligros del independentismo (después de años de silencio y complicidad), es una muestra de ceguera, oportunismo y cobardía que ha tenido una peligrosa consecuencia: que muchos catalanes no sólo no les han creído, sino que su alarmismo les ha servido para elevar su épica de heroica resistencia.
Despreciar el miedo, los peligros reales, es una patología individual y socialmente tan perniciosa como su contraria. El independentismo catalán parece propenso a los delirios de grandeza y omnipotencia, cuyo síntoma más evidente es el desprecio de los peligros reales que acarrea una independencia basada en la ruptura y el desprecio al orden democrático, la desobediencia y la imposición estalinista de un “nuevo orden anticapitalista”. Parece que esta hoja de ruta empieza a alertar a la mayoría “moderada” del independentismo que quisiera lograr su objetivo sin estridencias, ocultando todos los desgarros. Ya no se trata de rechazar a la miserable España, sino de saber qué Cataluña es la que se les viene encima. A lo mejor pasan del rencor y el odio a España al miedo a una República Catalana Anticapitalista al estilo de Kim Yong-un.
Sí, el miedo es necesario. El argumento del miedo es democráticamente legítimo y necesario. Sólo el principio de realidad nos salva de los delirios y las aventuras temerarias. Si, por torpeza y ansiedad, somos incapaces de objetivar el miedo y usarlo para tomar conciencia de los peligros reales que acechan a la sociedad catalana y española, habremos perdido el último recurso con el que una democracia se salva a sí misma: el miedo a su propia desaparición.