(Artículo escrito en colaboración con Juan Antonio Cordero Fuertes)

Muchos son los procesos de diseño, de proyecto y de construcción que alcanzan puntos de aparente inmovilismo, colapso, 'empate técnico', impasse, atasco o incluso retrocesos, digresiones y derivas. Lo nuevo, lo inédito, no se alcanza mediante procesos lineales e inexorablemente en progreso y mejora constantes. No.

Y muchas veces la correcta solución de estos problemas dinámicos con múltiples y complejas variables se resuelven en momentos catárticos en los que de alguna manera se pone en riesgo todo lo adquirido hasta la fecha para, en caso afortunado (deseado, pero no garantizado), encontrar una solución de síntesis global que resuelve la totalidad de las variables en una nueva fórmula sistémica mucho más idónea y perfeccionada.

Punto de inflexión en Europa

El proceso de construcción europea parece haber entrado en uno de esos momentos, en los que el proyecto se juega su propia razón de ser. En efecto, tras la detección del Talón de Aquiles griego, Europa puede resultar absolutamente deslegitimada, rechazada por el conjunto de la ciudadanía por diversos motivos y desde múltiples postulados ideológicos, generando una desafección definitiva y letal entre los propios europeos. O, al contrario, ante los aparentemente irresolubles problemas del proyecto europeo, éste puede entrar en una suerte de trance, al cabo del cual alcance un nuevo estadio de definición y perfeccionamiento.

Mientras la crisis económica parece comenzar a difuminarse en otras partes del planeta, en Europa sigue agravando fracturas y facturas políticas que se superponen al deterioro económico y social de buena parte del continente. Así las cosas, más allá de lo estrictamente económico, empieza a haber desafíos políticos de primera magnitud que amenazan con desbaratar más de medio siglo de integración y de progreso.

Más allá de lo estrictamente económico, empieza a haber desafíos políticos de primera magnitud que amenazan con desbaratar más de medio siglo de integración y de progreso

La crisis, entendida como proceso entre dos situaciones distintas, como el interregno gramsciano en el que lo viejo ya ha muerto y lo nuevo no puede aún nacer, se saldará con la paulatina descomposición de Europa como realidad y como idea, como potencia económica y como ideal de paz y progreso. O, por el contrario, se saldará con una mayor y mejor integración económica, fiscal, política y sobretodo social. No hay opción para el statu quo: o reculamos o avanzamos.

De momento y desde 2005 recorremos el primer camino, a veces se diría que con ahínco o incluso fruición, hacia la disolución. Pero el capítulo griego en este trance puede suponer un revulsivo, un despertar de fuerzas entumecidas por el martilleo constante de la crisis económica y su letanía de desastres de todo tipo. Independientemente de las causas, razones, argumentos y posturas de unos y otros en el debate en torno a la solución a desarrollar, la idea de una Europa que desemboca en sufrimiento y penurias sencillamente no es sostenible ni soportable. Y el sueño europeo no se imaginó para eso.

Vivimos un proceso de globalización que configura grandes potencias (no solo económicas) a nivel mundial, entre las que Europa figura de forma destacada por su particular composición e historia, su “softpower” y sus cotas de bienestar social nunca antes alcanzadas en la historia de la humanidad. Conviene recordarlo. Este proceso de globalización hace de Europa, no solo un deseo o una voluntad --que también--, sino sobre todo, una necesidad histórica. La cuestión de fondo es, una Europa ¿para qué? ¿Qué es lo que hace que los Estados europeos prefieran estar integrados de la UE? ¿Qué es lo que hace que los ciudadanos lo prefieran? ¿Lo prefieren, lo preferimos?

La respuesta de fondo es sencilla: para vivir mejor. La UE se hizo y se ha desarrollado para vivir mejor. Sin guerras y con las menores tensiones sociales posibles. Las economías de los distintos Estados europeos (con moneda única o sin ella) tienen todo que ganar en la UE, por muy matizadas que sean las variantes (UK, Dinamarca...).

A su vez, los propios ciudadanos de una forma instintiva asocian la pervivencia de sus condiciones de vida en un mundo cada vez más competitivo y salvaje con la pertenencia a Europa. Lo hacen también en negativo cuando esas condiciones se deterioran y aparecen amenazas: entonces se vuelven hacia Europa (“Bruselas”), a la que recriminan y culpan --justa o injustamente-- de los nuevos riesgos y los retrocesos temidos o percibidos. Pero si Europa es responsable de los males es porque de alguna manera también se la asocia con los beneficios. En ese sentido, la recriminación esconde una forma de exigencia.

Adaptar los medios a las ambiciones europeas

La realidad del mundo de hoy es que para preservar el modelo europeo de desarrollo humano es necesario tener cierto tamaño, cierta escala, cierto peso en la economía mundial. Contar en el mundo, como economía y como potencia. Y también asumirse como tal potencia, algo que en Europa parece difícil de conseguir.

Por todo ello la construcción europea ya no es una opción de mejora, tampoco es pertenecer a un cierto “club” selecto de países desarrollados, ni una opción idealista: es ante todo una asociación de conveniencia y de supervivencia. Porque no nos engañemos, lo que está en juego en esta ya demasiado larga crisis es saber si Europa pervive o no como modelo socioeconómico de desarrollo y bienestar, un modelo intermedio entre el modelo democrático pero 100% capitalista de EEUU y el modelo autoritario chino (sin olvidarse de los BRICS).

Sin embargo, frente a esta realidad no parece que se desarrolle una toma de conciencia suficiente, ni entre la ciudadanía ni, visto lo visto y que es más grave y preocupante, entre los propios dirigentes europeos. Así, en los últimos años hemos visto el excesivo aumento de peso e importancia del BCE y los órganos intergubernamentales (reuniones de jefes de Estado/gobierno, consejos de ministros) en detrimento de las instituciones democráticas, protofederales, de la Unión Europea, transmitiéndose así una imagen más propia de un concierto de países tipo ONU que el de una entidad política con existencia e identidad propias.

Lo que está en juego en esta ya demasiado larga crisis es saber si Europa pervive o no como modelo socioeconómico de desarrollo y bienestar

Es el Estado del Bienestar a la europea, con su conjunto de derechos sociales asociados, lo que realmente está en juego en esta crisis, que ahora ya sí, es eminentemente política y eminentemente europea. Y es también ese Estado del Bienestar el que está en riesgo con la propia deriva del proyecto comunitario que estamos presenciando.

La pregunta es doble, de forma y fondo: por un lado, ¿podemos seguir defendiendo este modelo de gestión europea con reuniones interminables hasta altas horas de la noche, sommets à répétition entre jefes de Estado, intrigas de todo tipo, relaciones de poder y de fuerza dominante-dominado entre Estados miembros, interminables crisis politiqueras, y ahora también referéndums intempestivos? Y por otro lado, ¿cuál es el objetivo último de la integración europea?

La respuesta también parece doble, por un lado a medio-largo plazo, la “reunionitis” europea sencillamente no parece ni eficaz, ni solvente, ni seria. Pocas organizaciones, por no decir ninguna, funcionan con un método tan poco previsible y tan dado a la “cumbre de infarto y pacto in extremis”. Y nuestros adversarios globales --que los hay y no pocos-- lo saben y lo explotan. Sin duda se debe a que la UE es muy deudora de una tradición diplomática, y es hija de las relaciones internacionales.

Pero frente al vertiginoso mundo globalizado de hoy y sus velocidades extremas, la ingente cantidad de energía desplegada para resolver problemas de orden interno europeo, no resulta sostenible. Y sobre todo, (ya) no permite avanzar. Tendríamos que pasar a la velocidad superior. Con métodos y soluciones integradas e integrales. Si queremos seguir, claro está.

Si queremos preservar y ampliar este sistema, más nos vale hacer de la UE un sistema ágil y eficaz, reconocido y legitimado por el conjunto de la ciudadanía europea

Y es aquí donde aparece la segunda parte de la respuesta. La UE debiera ser, no un fin en sí mismo, sino una herramienta eficaz. Eficaz para construir y mantener el modelo de desarrollo socioeconómico europeo. Lo que representa Europa en el mundo: un Espacio seguro y estable con su Sistema de Libertades, su Estado de Derecho, su Estado de Bienestar, sus Políticas de Protección Social. Una combinación de factores mucho más frágil y atípica en el panorama mundial de lo que nos creemos los propios europeos.

Si queremos preservar y ampliar este sistema (podemos elegir no hacerlo, claro está; por de pronto, siguiendo por el camino en el que estamos), más nos vale hacer de la UE un sistema ágil y eficaz, reconocido y legitimado por el conjunto de la ciudadanía europea. Haciendo de la transferencia de soberanía nacional hacia la UE algo consciente y positivo y no algo doloroso y vivido como vejatorio. Y haciendo más palpables los beneficios de la pertenencia a Europa en el día a día de la ciudadanía.

El camino es federal

Esto pasaría en primer lugar por una convergencia política en la que la ciudadanía europea toda ella y sin distinción de nacionalidad encontrara su plena representación en un Parlamento soberano europeo, en el que las fuerzas políticas fueran de orden continental y no un mero sumatorio de partidos nacionales, sino como verdaderos partidos de nivel, escala y ambición europeos. Este parlamento podría elegir a un presidente de Europa y un ejecutivo completo con ministros europeos para todo el continente con rango superior a cualquier gobierno nacional. Así mismo se transferirían las competencias ejecutivas a dicho gobierno, etc. El horizonte es un único y nuevo “país” o sistema federal europeo en definitiva.

La actual disposición de las instituciones europeas preconfigura esto de alguna manera, pero los rasgos tímidamente federales quedan aún desdibujados y se perciben como elementos añadidos, extraños, no como una organización inherente y estructural, coherente con nuestro ser político. En las últimas elecciones europeas se percibieron más claramente las diferentes familias políticas a nivel europeo, y se sabía más o menos de antemano como se articularían los votos para que fuera uno u otro los presidentes de la Comisión y del Parlamento.

Pero todo ello era más fruto de una escenificación, un apaño, que de la dinámica propia de las instituciones, ya que los reglamentos siguen instalados en una lógica predominantemente intergubernamental y no federal, como recordó poco antes de las elecciones Hermann Van Rompuy. En definitiva, hoy por hoy, los mecanismos de elección no son todo lo orgánicos que debieran, con la consiguiente dificultad de acercamiento a la ciudadanía y nueva fuente de confusión y desafección.

Dada la historia de Europa, y el peso de las naciones y Estados en la misma parece que el modelo más apto a configurar este nuevo escenario es el modelo federal

Dada la historia de Europa, y el peso de las naciones y Estados en la misma parece que el modelo más apto a configurar este nuevo escenario es el modelo federal. Éste permite articular los diferentes niveles de decisión y soberanía sin pérdida de identidad para los Estados miembros, a la par que hace de la arquitectura europea algo consustancial e inherente a los propios Estados miembros dotando así de esa cualidad estructural y orgánica a los órganos europeos ya existentes.

A ellos habría que añadir la figura de un presidente de la Europa federal, democráticamente elegido. La personificación del liderazgo europeo y su legitimación democrática, parece adecuadas para mejorar la adhesión ciudadana a la Unión, y puede darse tanto directamente por la vía de un modelo presidencialista (en el que el presidente sea electo por sufragio universal simultáneo en toda Europa) como el norteamericano o, con matices, el francés; como por la vía del modelo parlamentario (en el que el Parlamento Europeo elija al presidente) vigente en algunas de las principales democracias europeas (Alemania, Italia).

De haber existido una arquitectura de este tipo en Europa al llegar la crisis económica, probablemente se hubiera podido hacer frente a la misma de forma más ágil y coordinada. Y más democrática: las decisiones habrían sido percibidas, en efecto, como más cercanas y más asumibles para la ciudadanía. No ha sido el caso: a falta de una arquitectura suficientemente flexible y reactiva, éstas se han vivido, y no sin razón, como decisiones tecnocráticas, impuestas por ciertas potencias intraeuropeas de parte sobre el devenir de otros sectores de la ciudadanía más frágiles, pero igualmente europeos; decisiones de unos europeos contra otros, en definitiva, con el consiguiente choque de legitimidades y explosión de frustraciones. Lo hemos visto en el caso griego; no debería repetirse.

Hacia un eurosocialismo

Para empezar a poner en marcha estos mecanismos a este nivel europeo --y puesto que uno de los principales, sino el principal objetivo de ello, es la preservación del modelo europeo de desarrollo socioeconómico y humano... el llamado Estado del Bienestar a la europea, con sus libertades, su economía social de mercado y sus consiguientes derechos sociales (a armonizar a nivel europeo, dicho sea de paso)--, convendría que las fuerzas socialdemócratas europeas se organizaran a escala europea ellas también y así predicar con el ejemplo.

No hace falta para ello, y probablemente tampoco podemos permitirnos, esperar para ello a alcanzar un consenso sobre la necesidad de un modelo federal para Europa, cuestión esta no exclusivamente referida a la izquierda y que llegaría en una segunda fase.

La concreción de esta ambición socialdemócrata pasa por un único y plenamente operativo Partido Socialista Europeo, que permitiera a las fuerzas socialistas del Continente adoptar el modelo federal para su propio funcionamiento orgánico, presentando una sola marca en todo el territorio continental marcarían el camino y adquiriendo la masa crítica suficiente, política, social e institucional, para dotar a las actuales instituciones europeas una mayor estructuración y una mayor cercanía.

La concreción de esta ambición socialdemócrata pasa por un único y plenamente operativo Partido Socialista Europeo

Así, desde el más pequeño municipio hasta el Parlamento europeo, pasando por las Cámaras regionales/autonómicas y nacionales, existiría un partido político de ámbito europeo, identificado como tal desde la institución más cercana al ciudadano hasta la supuestamente más alejada, el Parlamento Europeo hoy, el gobierno europeo mañana.

Organizados de esta manera, con un líder y cabeza visible elegido por primarias europeas, la socialdemocracia recobraría peso global, y aunque adaptándose necesariamente a las circunstancias de cada Estado miembro o nivel de gobierno diferente, se aplicaría allí donde se gobierne, una política común socialista guiada por unas líneas directrices comunes. Con unos objetivos generales claramente enunciados y validos para distintas partes del continente, dando así una lectura europea clara, global, a la acción política local.

Este eurosocialismo debe definir un mínimo común denominador de lo que debe garantizar el Estado del Bienestar europeo en todo su territorio continental: un acceso universal a una salud pública de calidad, un acceso universal a una educación laica y pública de calidad, coberturas y derechos sociales mínimos (desempleo, jubilación, ingreso mínimo vital, dependencia, etc.), acceso a una vivienda digna. Todo ello en aras a garantizar la igualdad de oportunidades de los ciudadanos.

Este modelo de desarrollo humano que integra libertades y desarrollo social, que ya está en marcha en gran medida aunque de forma irregular e insuficiente, debiera estar asociado a la condición de ciudadano europeo, independientemente del Estado miembro de nacimiento, nacionalidad o residencia. Debiera ser algo consustancial a la ciudadanía europea, de manera que este suelo mínimo se considere blindado independientemente de las coyunturas políticas. Si Europa tiene que dotarse de una identidad política, ésta debe construirse a través de los mínimos de dignidad, igualdad y libertad que garantiza a sus ciudadanos.

Europa debe representar un refugio mundial contra la intolerancia, para lo cual debe desarrollar una política común clara y ambiciosa de acogida y abanderar el desarrollo económico de su entorno

El Estado de Derecho con sus garantías en términos de Derechos Humanos y libertades y democracia, así como el Estado del Bienestar con sus políticas sociales que garanticen la igualdad y la solidaridad entre los ciudadanos, deben desembocar en una Europa del siglo XXI en la que al blindaje de estos aspectos se sume la prosperidad y la sostenibilidad medioambiental y social.

El rol de Europa en el mundo es el de demostrar que se pueden superar los conflictos bélicos seculares, las guerras de religión, eliminar las persecuciones, creando un horizonte y una trayectoria de paz y prosperidad y también garantizar mínimos vitales materiales para desarrollar la posibilidad de una vida individual digna y libre. Se puede: se viene haciendo desde 1945 y no hay fatalidad por la que no vaya a ser posible hacerlo en el futuro.

Pero tampoco está automáticamente adquirido: ahora hay que hacerlo de manera que perdure, se ensanche y se amplíe de forma sostenible económicamente y en el tiempo. Europa debe también representar un refugio mundial contra la intolerancia, para lo cual debe desarrollar una política común clara y ambiciosa de acogida y abanderar el desarrollo económico de su entorno geográfico, al menos el inmediato. Es una cuestión geoestratégica y económica de primer orden, pero también –sobre todo-- una cuestión de viabilidad moral del proyecto europeo y de justicia social a nivel global. Europa no puede ser un oasis de prosperidad en un desierto de violencia y pobreza. Y aunque pudiera, no debería.

La socialdemocracia europea es uno de los diferentes actores del Proyecto Europeo, no el único, pero quizás sí el que pueda asumir un rol de vanguardia para influir en el camino a recorrer. Para ello debe definir un modelo socialdemócrata realista y ambicioso a la vez para un Estado Sostenible del Bienestar en Europa.

La transición de una colección de partidos socialdemócratas nacionales a la articulación de un único partido de escala europea, con millones de afiliados y millones de votos de respaldo a lo largo y ancho del continente, no es tarea fácil ni carente de obstáculos y riesgos. Pero la dificultad no puede disimular la conveniencia: la de una fuerza política continental, que sería además la primera en Europa y en cualquier caso el primer paso real para recuperar la prevalencia de la política sobre la economía y para poder influir de forma real y concreta, como encarnación efectiva de la izquierda reformista, renovada en el mundo de la economía globalizada.

Con estos primeros pasos el socialismo recuperaría claramente su vocación internacionalista original, lo que otorgaría a sus valores humanistas una proyección e influencia a escala mundial mucho más potente de la que ahora dispone. Y obviamente la influencia del Partido Socialista Europeo trascendería de las fronteras de la Unión, al convertirse en un actor global de progreso.

Conclusión

Comprender la realidad y aprehender sus dinámicas son requisitos para poder transformarla; el socialismo no puede renunciar a ello sin perder su propia identidad política. En un mundo en el que el capitalismo ha globalizado la economía y las amenazas son múltiples y variadas, los socialistas debemos aumentar la escala de nuestr proyecto político si queremos preservar el potencial transformador y la defensa del progreso social que históricamente ha correspondido a la izquierda reformista.

Necesitamos diseñar un socialismo ambicioso para construir una Europa de rostro humano. Un socialismo europeo para una Europa federal. La socialdemocracia debe globalizarse. Y sin duda el terreno ideal para empezar a hacerlo es Europa.

Necesitamos diseñar un socialismo ambicioso para construir una Europa de rostro humano

En definitiva, debemos transformar el impasse actual de la UE en uno de esos momentos catárticos transformadores, asumir ese riesgo. Para salir de la decadencia actual de la UE transformando la crisis en oportunidad de redireccionamiento del sueño europeo. Y pasar de la inercia del método diplomático a una dinámica abiertamente federalizante que garantice una visión y un funcionamiento más estructural y eficaz de la Unión Europea. Todo ello con el fin de construir un espacio en el mundo en el que garantizar y blindar unos mínimos vitales, de igualdad y dignidad para los ciudadanos.

La socialdemocracia europea debe unirse para liderar este proceso, y organizarse a escala europea sin esperar a que se den las reformas federales de las administraciones sino, al contrario, provocándolas. Es el momento de revolucionar el socialismo de los Estados para generar un socialismo continental europeo decidido a defender, ampliar y mejorar el Estado del Bienestar. Otra Europa es posible, y además es necesaria para construir un mundo mejor.