Recuerdo que en una ocasión, hará unos doce años, una vieja amiga de la familia, gallega de nacimiento y castellana de adopción, me dijo como quien no quiere la cosa que yo no era catalán. No recuerdo de qué hablábamos exactamente, pero supongo que debatíamos sobre la llamada cuestión catalana, que entonces giraba en torno al todavía incipiente debate estatutario. Curiosamente ella siempre había sentido interés por lo catalán, un interés más bien trivial, por no decir banal, que en su juventud le llevó incluso a hacerse del Barça. Es decir, ella nunca fue anticatalana ni mucho menos, aunque lo cierto es que su visión sobre Cataluña siempre me ha parecido bastante superficial, toda vez que asume a pie juntillas la contraposición nacionalista entre catalanidad y españolidad, cultivada al alimón por separatistas y separadores.
Uno de los factores que más ha beneficiado la escalada independentista ha sido la facilidad con la que personas llegadas de otras partes de la España monolingüe han abrazado los dogmas del nacionalismo lingüístico catalán
En ese sentido sí soy equidistante. Es más, creo sinceramente que uno de los factores que paradójicamente más ha beneficiado la escalada independentista de estos últimos años -que, digan lo que digan los teóricos del ahora abandonado derecho a decidir, no es más que una escalada nacionalista de libro- ha sido precisamente la facilidad con la que personas llegadas de otras partes de la España monolingüe han abrazado los dogmas del nacionalismo lingüístico catalán, que al fin y al cabo son fiel trasunto de los dogmas del viejo nacionalismo lingüístico español. Una nación, una lengua. O si se prefiere: una lengua, una nación, un Estado. En todo caso, está claro que para algunos la sustitución de un dogma por otro ha resultado de lo más natural. Esa concepción monolingüe de España -felizmente corregida por el Estado autonómico, pero interesadamente fosilizada en Cataluña por los nacionalistas catalanes como si Franco no hubiera muerto hace cuarenta años- facilita la asunción por mimetismo del disparate estatutario de que la única lengua propia de Cataluña sea el catalán a pesar de que más de la mitad de los catalanes tengamos el castellano como lengua materna. ¡Cuánto daño ha hecho el nacionalismo a la lengua catalana!
Los nacionalistas agitan la lengua como elemento constitutivo de la identidad nacional, que a su vez se encuentra en la base de su pretendido derecho a constituirse en Estado. Partiendo de esa base han ido sofisticando el discurso hasta llegar a Súmate, una asociación de castellanohablantes a favor de la independencia que asume sin discusión los postulados más grotescos del nacionalismo como que Cataluña es una “colonia expoliada” (sic) por el Estado español. Contritos, los miembros de Súmate asumen implícitamente que ellos, o sus padres, se han beneficiado desde que “vinieron de España” (en expresión de Eduardo Reyes, presidente de Súmate y número seis de la lista de Mas) de una situación de explotación, de “esclavitud” (sic) del pueblo catalán, y “se suman” al proceso de “liberación nacional” (sic) emprendido en Cataluña. Por otra parte, comprendo su contrición porque no debe de ser fácil sentirse un “colono”. Entiendo que esas palabras entrecomilladas resulten espantosas, pero son textuales. Ese es el lenguaje que gastan muchos independentistas, entre ellos los de Súmate, cuyo único mérito es que utilizan la lengua del opresor, la lengua española. (Quizá piensen que fueron ellos, tácitamente autoproclamados colonos, los que trajeron la lengua castellana a Cataluña. Que ya en el siglo XVI Barcelona fuera, junto con Valencia, la capital mundial de la edición en castellano les debe de parecer un detalle menor. ¡Dos siglos antes de la llegada a España de Felipe V! ¡Cuatrocientos años antes de Franco!). Y no me vale eso de que “este proceso no es contra España sino contra el Estado español”, porque si realmente Cataluña fuera una colonia y los catalanes esclavos del Estado español, el resto de los españoles, las gentes de España, serían cómplices de esa injusticia, por lo que cabría considerarlos como un hatajo de desalmados explotadores. Así pues, ¡ya está bien de insultar a la gente como quien no quiere la cosa!
Pero volviendo a nuestra vieja amiga galaico-castellana, recuerdo lo mal que me sentó que me negara la condición de catalán, y eso que ella no lo hacía con mala intención sino partiendo de esa aberrante contraposición entre catalanidad y españolidad que tan normal les parece a los nacionalistas de todo signo. Entre ellos se entienden; hablan el mismo lenguaje excluyente; se hacen recíprocas concesiones. De ahí que la susodicha me negase la condición de catalán por el mero hecho de no ser nacionalista catalán, precisamente la misma razón que esgrimen los nacionalistas catalanes para excluirme de la catalanidad, a mí y a otros muchos catalanes.
Ella, nacida en Galicia como mi madre, se siente castellana porque lleva media vida viviendo en Castilla, lo cual me parecería absolutamente legítimo incluso aunque acabara de instalarse allí. Yo jamás le negaría la castellanidad. Cada uno es libre de sentirse de donde quiera, y nadie tiene derecho a abrirle o cerrarle a otro las puertas de la identidad en función de criterios étnicos, lingüísticos o de militancia nacionalista. De hecho, yo no me considero catalán por el simple hecho de haber nacido y vivido la mayor parte de mi vida en Barcelona. Detesto el determinismo en general, pero sobre todo el geográfico. Yo me considero y me siento catalán porque así lo he decidido libremente. Vaya, porque me da la real gana. Tampoco pasaría nada si no me sintiera catalán, a pesar de haber nacido en Barcelona. Ni que decir tiene que eso no me convertiría necesariamente en anticatalán. Exactamente lo mismo opino, por supuesto, de la españolidad.
Detesto el determinismo en general, pero sobre todo el geográfico. Yo me considero y me siento catalán porque así lo he decidido libremente
Ahora bien, el caso es que me siento tan catalán como español y considero tan compatriota a un ciudadano de Olot como a uno de Madrigal de las Altas Torres. ¿Que hay diferencias entre nosotros? Por supuesto, pero no solo entre el de Madrigal de las Altas Torres y yo. También entre el de Olot y yo. Y entre ellos entre sí. Las diferencias existen. Otra cosa es que haya que estar constantemente recalcándolas y exagerándolas hasta hacerlas insalvables. Eso es narcisismo de la pequeña diferencia. Como dice Julio Camba hablando de los hechos diferenciales en 'Haciendo de República' (1934): “Los hay en Cataluña con respecto a España, y en Barcelona con respecto a Cataluña, y en la rambla de Canaletas con respecto a Barcelona, y en cualquier casa de la rambla de Canaletas con respecto a la rambla en general. En todas partes hay hechos diferenciales, pero la cuestión está en si debe uno cultivarlos o debe, por el contrario, dedicarse al cultivo de los hechos igualitarios”.
Camba era un hombre de mundo, por lo que no creo que cuando habla de cultivar los hechos igualitarios se refiera a fomentar un casticismo castellanista tan simplificador como cualquier otra idealización del llamado carácter nacional, tan reduccionista en suma como cualquier otro casticismo. La cultura castellana es muy importante, pero la cultura española va mucho más allá y dentro de ella la cultura catalana tiene un peso determinante. Las concomitancias entre las diferentes lenguas y culturas de España han resultado de lo más fructíferas a lo largo de la historia. No hay más que ver, por ejemplo, la decisiva influencia del poeta valenciano Ausiàs March en la lírica de Garcilaso de la Vega. O el tributo que Cervantes rinde a Joanot Martorell cuando el cura de Don Quijote descubre entusiasmado su Tirant lo Blanch y lo salva de la quema catalogándolo como “el mejor libro del mundo”. O la correspondencia que da fe de la intensa amistad entre Unamuno y Joan Maragall, a quien el eterno rector de la Universidad de Salamanca describió como: “el poeta español de mi generación que más me satisface”. O la amistad que trabaron en la Residencia de Estudiantes de Madrid Dalí, Lorca, Buñuel y Pepín Bello. O la de Dionisio Ridruejo con Carles Riba… Es mucho lo que nos une, ¡claro que sí!
¿Que en Cataluña y en el resto de España en general se reconoce poco todo eso? Pues habrá que ir empezando a divulgarlo a los cuatro vientos. Y de eso nos tendremos que encargar los que seguimos creyendo en ese proyecto sugestivo de vida en común del que hablaba Ortega. De lo contrario, estaríamos dejando el camino expedito para que los nacionalistas consumaran su anhelada ruptura. Desde el advenimiento de la democracia los nacionalistas catalanes no han hecho otra cosa que enfatizar las diferencias con el objetivo de ir diluyendo las afinidades hasta presentarlas impunemente como extravagancias.
Extravagante es, precisamente, el adjetivo que un día -en el programa La Rambla de BTV, por desgracia desaparecido- me dedicó por no comulgar con la fe nacionalista el historiador nacionalista Agustí Colomines, exdirector de la fundación CatDem, vinculada a Convergència. Será una extravagancia, pero una extravagancia bastante generalizada en Cataluña, donde la mayoría nos sentimos tanto catalanes como españoles. Tampoco me cansaré de recordarlo. Colomines es el mismo que en un debate en el Ateneu Barcelonès me afeó mi solidaridad para con el resto de los españoles y me dijo: “Deixeu-me de parlar dels pobres d’Andalusia; ja en tinc prou dels pobres d’Andalusia! Que se n’encarreguin ells del seu problema, perquè si en trenta anys no han pogut resoldre aquest problema és que són uns inútils”. Antes Colomines ya me había dejado claro cuáles son “mis pobres” y cuáles no. Los míos son los de L’Hospitalet, Sant Boi o Berga, pero nunca los de Andalucía. Lo dicho, nacionalismo de libro. A pesar de todo, algunos siguen apasionadamente sumados. Otros nos negamos a aceptar el enaltecimiento del egoísmo colectivo.
De nada sirve que insistas en algo tan básico como que -sin perjuicio de que el sistema de financiación de las comunidades autónomas sea manifiestamente mejorable, por no hablar de la necesidad de cambiar el sistema de cálculo del cupo vasco y la aportación navarra al Estado- en un Estado social y democrático de Derecho como España la redistribución de la riqueza se da entre ciudadanos y no entre territorios, de suerte que de la misma manera que el catalán rico está siendo solidario con el andaluz pobre, el andaluz rico lo está siendo con el catalán pobre. Por no hablar de que, como siempre defendió Ernest Lluch, la discusión sobre el déficit fiscal es inseparable de la del superávit comercial. Cada vez que constato tales obviedades en una tertulia mis contertulios -algunos de ellos economistas famosos- se llevan las manos a la cabeza. Eppur si muove. El “España nos roba” ha calado, por mucho que el lema haya quedado arrumbado por razones estratégicas. Sin embargo, se sigue hablando a diario de expolio, de sumisión, de humillación, de maltrato, de estrangulamiento, de apaleamiento, etcétera. Insisto, ¡ya está bien de insultar a la gente como quien no quiere la cosa! ¡Ya está bien de emponzoñar la convivencia!
Estoy convencido de que la mayoría de los catalanes queremos seguir siendo catalanes, españoles y europeos, dejar atrás de una vez por todas la escalada de confrontación de los últimos años e iniciar una etapa de cooperación y lealtad con el resto de España, sin renunciar para nada a revigorizar entre todos los españoles nuestro proyecto sugestivo de vida en común. Ahora solo falta que lo demostremos en las urnas el próximo 27 de septiembre. Que nadie se quede en casa.