Medianoche del lunes 3 de agosto al 4 de agosto. Salgo de los estudios de EsRadio, en la madrileña calle de Juan de Esplandiú. Silencio de noche y de verano, el aire cargado y suspendido como si llevara intención, como si fuese aliento. Ha sido un día dialécticamente variado y duro. Artur Mas ha tirado su decreto y ha escondido la mano, como suele. No da más de sí. A mí me ha tocado comentar la jugada por la mañana ante las cámaras de Al Rojo Vivo, de la Sexta, y por la noche ante el micro de En Casa de Herrero, pues eso, en EsRadio.
Ir a tertulias de radio y televisión es más fatigoso de lo que parece, sobre todo cuando vas de buena fe. A veces predicas en el desierto y lo sabes. A veces no, pero tampoco tienes la sensación de que vayas a convencer a nadie que no esté previamente convencido. Da igual la razón que te las arregles para tener. A menudo te sientes parando y devolviendo con la raqueta no argumentos sino pelotas perdidas y posiciones decididas de antemano. Sobre todo en este país (España, con Cataluña bien enquistada dentro...) donde el que está empapado de sectarismo o directamente vendido no sólo no lo esconde sino que con alegría va de ello presumiendo. Vamos, yo he sabido de gente que se afiliaba a cosas, o hacía como que se afiliaba, para no desentonar. Para no dar al prójimo el miedo que da todo lo no adscrito.
Decir que sopesé las posibilidades de echarme a llorar sería un tanto exagerado. Pero no negaré que por mis venas empezó a pegar saltos una adrenalina muy especial
Las noches que voy a EsRadio suelo salir de mi casa en La Latina a eso de las nueve, nueve y media, andar varias saludables cuestas arriba hasta la parada de metro de Ópera, coger la línea 2, bajarme en Manuel Becerra y allí coger un taxi hasta los estudios. He calculado que esa combinación provee la mejor relación calidad (tiempo invertido en la carrera) y precio. A la salida, como es en horario Cenicienta, los queridos compañeros de EsRadio tienen la gentileza, a pesar de la dura crisis, de ponerme un taxi hasta casa.
Con lo cual yo salgo sistemáticamente a medianoche y me encuentro un taxi solitario buceando quietamente la calle como un submarino. Y un taxista que, si no me conoce, lo parece porque me espera: “¿Anna, verdad? ¿A la calle Segovia?”. Yo asiento con una inmensa aunque disimulada gratitud ante lo hospitalario que sólo se entiende hacia el final del día. Me dejo caer en el asiento, me dejo mecer por la M-30. Perdón, que ya es Calle.
Pero esta vez el taxista me conocía de verdad. Sabía quién yo era. “Usted ha hecho doblete hoy, y en los dos sitios yo la he oído, en la Sexta y en EsRadio...”, va y me suelta con una especie de moderato allegro cantabile, de dulzura castiza.
Quieras que no, pego un respingo. No estoy para nada acostumbrada a que las mismas personas que me ven en la Sexta me escuchen en EsRadio. Suelen ser mundos distintos, tan amigos los unos de los otros como aquellos del programa de radio de Orson Welles... y atención que la omnisciencia mediática del conductor de mi carroza no se detiene aquí. “También la suelo escuchar a usted siempre cuando habla en el programa de Julia Otero”, añade. Pues está claro que no se priva de nada.
Interesada por la rareza de este señor presto a sus palabras una creciente atención que de repente va y me depara este premio. Atención a lo que sigue. Atención a lo que me dijo, que coma arriba, punto abajo, venía a ser esto: “Mire, hoy cuando la he oído a usted hablar de los catalanes, de lo mal que lo pasan los que son catalanes y no se quieren ir de España y parece que nadie les haga caso, me ha hecho usted cambiar de opinión. Porque yo era de los que pensaba, vamos a poner una valla en el Ebro y que estos tíos se vayan si quieren y acabemos de una vez con esto. Pero claro, es que no todos son iguales, no todos quieren irse, y por eso hay que estar a lo que hay que estar”. Yo me quedo estupefacta, sobre todo cuando este señor remata: “Es que sabe, a mí me parece que nadie lo cuenta así, nadie dice esto que dice usted”. Y suspira. Suspiros de España. Suspiros por Cataluña.
A ver, decir que sopesé las posibilidades de echarme a llorar sería un tanto exagerado. Pero no negaré que por mis venas empezó a pegar saltos una adrenalina muy especial. Una ilusión muy infantil y muy terca de que tanto sofoco y tanto disgusto valgan en fin, algún día, la pena. Que queden cabezas y corazones permeables. Que quede gente, no sólo personal.
Faltaría más, me hice la dura, como en estos casos yo siempre suelo. Adoptando un aire macarra, casi casi varonil, le di las gracias refiriéndome a él como “jefe” y admitiendo con desgana que me había “alegrado el día”, así una fuese Enriqueta la Sucia y no la megapánfila que en realidad soy. Alguien que abrió unos ojos como ensaladeras un día que alguien le reprochó “tú crees demasiado en la palabra, en lo que la gente dice que piensa, y que normalmente lo dice sin haber pensado lo más mínimo, y sin la más mínima intención de empezar a hacerlo...”.
Bueno, pues depende. Pues no todos. Basta con un hombre justo al volante de un taxi para que todo pueda volver a levantar el vuelo y a valer la pena.
Amunt i crits, coño.