Ahora que todas las encuestas empiezan a indicar que el entusiasmo soberanista entre los votantes catalanes pierde fuerza, quizás convendría reflexionar sobre las causas de su declive. Reflexionar acerca de por qué el “clamor” en pos de la independencia de Cataluña que nuestro president Artur Mas señaló allá por 2012 y que parecía atisbarse en las multitudinarias manifestaciones organizadas por la ANC de los últimos años esté debilitándose.
La aparición de Podemos, y su irrupción con fuerza en Cataluña, y el relativo éxito de la propuesta de C's en el resto de España pueden hacer descender definitivamente al nacionalismo de la nube en la que se había instalado
En un principio, podría aducirse que dicho “clamor” nunca existió de veras, sino que solo reflejaba el entusiasmo voluntarista de un nacionalismo que ocupó la plaza pública, tanto la calle como los medios de comunicación públicos y subvencionados, sin dejar lugar alguno para la disensión de los que o bien tienen identidades plurales o bien no quieren que en el juego de la política y de la deliberación democrática el esencialismo identitario juegue un papel preponderante. Probablemente, hubo una parte de la población que se subió inicialmente al carro del ensimismamiento tras las consignas fáciles presentadas por sus promotores: básicamente, en caso de independencia, Cataluña gozaría de unas finanzas más que saneadas pues todo lo recaudado en la Comunidad Autónoma se quedaría en casa y el recurrente déficit de financiación con el Estado desaparecería, lo que permitiría gozar de unos servicios públicos (educación, sanidad, servicios sociales...) similares a los mejores de Europa; además, podríamos empezar de cero y borrar de un plumazo todo el pasado de corrupción que ha corroído el sistema. La arcadia feliz donde todos los problemas se solucionarían por encantamiento a la vez que reafirmaríamos nuestra pertenencia a la UE.
Pero desde ya hace algo más de un año, diversos indicios, que a cualquier analista objetivo no le deberían haber pasado desapercibidos, comenzaban a indicar que la “marea” en Cataluña parecía estancarse: por ejemplo, las esteladas, aún numerosas en determinadas zonas de la Cataluña profunda, seguían sin ser abrumadoras en muchas poblaciones, en particular en Barcelona; empezaban a proliferar cada vez más un número nada desdeñable de ciudadanos (profesores universitarios, profesionales, articulistas, etc.) que, a título personal, se atrevían a poner en cuestión el idílico futuro que el nacionalismo presentaba; hacían su aparición diversas entidades (como Sociedad Civil Catalana) que desafiaban el relato, etc. Por fin, los ciudadanos catalanes tuvieron la oportunidad de empezar a escuchar voces diferentes que se atrevían a desafiar las quasi-verdades absolutas mencionadas anteriormente: en caso de independencia no era tan claro que la financiación de la que gozaría Cataluña sería lo boyante que nos vendían, no solo por una cuestión de cálculo del déficit con el Estado, sino también por la contracción económica que podría seguir como consecuencia de la secesión; no se entendía como sería posible que uno de los partidos más afectados por la corrupción (CDC) pudiera liderar un proceso de regeneración en este contexto en Cataluña, sin olvidar el lamentable episodio del que era considerado hasta hace poco como el padre de la patria; finalmente, la obviedad de la exclusión de una Cataluña independiente de la UE, reiterada por activa y por pasiva por las propias instituciones europeas, quedó claramente establecida por mucho que algunos de los más fervorosos independentistas todavía insistan en negarla.
Ya en los resultados del “proceso participativo” del pasado 9 de noviembre se constató que los números no cuadraban: los que participaron y apoyaron la independencia de Cataluña eran alrededor del 30% del censo y, por lo tanto, no formaban esa mayoría arrolladora que podría haber provocado el que las ansias secesionistas se hubieran hecho realidad “por desbordamiento” de la legalidad.
Pero hay dos elementos “exteriores” a la propia dinámica interna dentro de Cataluña antes mencionada que creo convendría señalar: la aparición de Podemos, y su irrupción con fuerza en Cataluña, y el relativo éxito de la propuesta de Ciudadanos en el resto de España. Dos chinitas en el zapato soberanista que pueden hacer descender definitivamente al nacionalismo de la nube en la que se había instalado.
El punto débil de la vía hacia la independencia es que, al final, lo que resultaría serían dos Estados con características similares y dominados por la “sempiterna burguesía”
Primero, porque, como indican todas las encuestas, Podemos (o una “marca” bajo su égida) obtendría el favor de una parte nada desdeñable del electorado catalán. A mi entender, una parte importante de este apoyo tendría su origen en lo que, simplificando mucho, yo llamaría un voto antisistema en sentido amplio (izquierda radical, descontentos tanto por las consecuencias de la crisis económica como por la corrupción y el disfuncionamiento de las Instituciones, etc.). En un principio, en mi opinión, una parte importante de este voto antisistema habría engrosado las filas del independentismo, pues de lo que se trataría es de hacer “petar” el sistema y qué mejor que un proceso de secesión hacia un futuro idílico. Pero el punto débil de la vía hacia la independencia es que, al final, lo que resultaría serían dos Estados con características similares y dominados por la “sempiterna burguesía”, en particular cuando uno de los principales impulsores es el presidente del principal partido del centro-derecha catalán. Por lo tanto, como antisistema, mejor votar a una alternativa que llama “régimen” al actual sistema democrático parlamentario y que lleva la “revolución” en sus propios genes (“leninismo amable” que diría Monedero) aunque sea evidente que en Europa y en pleno siglo XXI un proceso revolucionario no pueda adoptar formas épicas del pasado y deba pasar por las horcas caudinas de la transformación dentro de la ley (al menos inicialmente). Mejor votar al que propone un verdadero cambio revolucionario aunque sea a largo plazo (un Estado igualitario), que al que propone un cambio teóricamente radical a corto plazo pero que sería más de lo mismo a largo plazo (dos Estados parecidos separados por una frontera).
Segundo, uno de los mantras del nacionalismo catalán durante los últimos años para justificar el actual “proceso soberanista” ha sido que desde Cataluña se ha intentado transformar, modernizar España, pero que lo único que se ha recibido a cambio ha sido desprecio y maltrato. Se da por imposible que desde Cataluña se pueda cambiar España porque ésta no quiere cambiar. Y no solo no quiere, sino que además maltrata a su principal motor económico asfixiándole en términos de financiación, laminando su autogobierno y despreciando su identidad diferenciada y su lengua. Sin embargo, este discurso casa mal con el relativo éxito de las propuestas de Ciudadanos en buena parte de España, tanto en términos de votaciones recientes como en las encuestas para las próximas elecciones generales, hasta el punto de que la posibilidad que Albert Rivera pudiere llegar a ser Presidente del Gobierno de España un día no es una quimera. Otro elemento que ha desmitificado el relato del nacionalismo. Lo que está claro es que para que te escuchen en el “todo” debes hacer propuestas que beneficien a todos y no propuestas que busquen ante todo que beneficien a una “parte”.