La paz y el conjunto de virtudes que la acompañan no se heredan, se han de ganar en cada generación y se han de cuidar cada día. Nicolás Sartorius dijo en un acto de Federalistas d’Esquerres que los derechos sociales conquistados no se heredan. A él, pues, debo la sentencia que hago extensiva a la condición de la paz en Europa.
Estamos asistiendo al retorno de un lenguaje de guerra fría, incluso en algún momento más exacerbado que aquel que dominó la relación entre el bloque occidental y el soviético desde finales de 1945 hasta la reunificación alemana en 1990. Es sorprendente y decepcionante que el retorno se produzca dentro del bloque europeo entre socios de un proyecto de “paz perpetua”, en el sentido kantiano, y de integración política, anhelada a lo largo de siglos de consciencia europea, que no otra cosa es la Unión Europea.
Se está destruyendo gratuitamente la idea de la unión de Europa, sin otra alternativa -el nacionalismo no lo es- que el enfrentamiento y la erosión o pérdida de los beneficios de la paz
Usan tal lenguaje los políticos –no todos–, los medios de comunicación –no todos– y ya una parte del público de calle y del internauta. No es solo una cuestión de ética del lenguaje, ni siquiera de estética. Sabemos que las palabras incitan a la acción y después sirven también para justificarla.
La celebración del 70 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa ha sido menos rutilante y reconciliadora de lo que tocaba, pese a la solemnidad de algunos actos oficiales. Cierto es que la guerra de hecho no acabó el 8 de mayo de 1945. Los odios incubados, las venganzas desatadas, las ejecuciones sumarias y masivas, los desplazamientos de población forzados, las depuraciones salvajes, las limpiezas étnicas e ideológicas hicieron todavía millones de muertos a lo largo de años –fueron tantos y tan dolorosa la recuperación de un “tiempo normal”, que la reconstrucción europea y su corolario la UE vistas en perspectiva parecen un milagro, pero un número tan redondo como 70 y generacionalmente tan significativo obligaba a más.
De unos años acá se está produciendo un acelerado resurgimiento de los nacionalismos en Europa –el caso de Cataluña es una manifestación de ello periférica y provinciana– con toda la carga de belicosidad verbal que les es propia. La crisis del sistema económico neoliberal provoca a su paso por Europa una pugna de intereses soterrada entre los Estados de la UE, que aflora en el lenguaje. Los intercambios dialécticos entre medios, políticos y comentaristas de Alemania y de Grecia, por ejemplo, han llegado a extremos preocupantes. Ha sido despertada en el peor de los sentidos la memoria del trauma de la guerra.
Si tuviésemos que elegir un caso paradigmático de lenguaje de guerra fría, estructurado y formalizado con malevolencia, podríamos retener el libro de Jean-Luc Mélanchon, fundador del “Parti de Gauche”, Le hareng de Bismarck (Le poison allemand), publicado en Francia precisamente este mes de mayo con gran resonancia mediática y, por ahora, gran éxito de ventas. Se trata de un panfleto –un ataque violento–, según reconoce el mismo Mélanchon, pero de un panfleto grosero, de una condena maniquea, sin paliativos de Alemania.
En el estadio actual de la crisis, Alemania es criticable en el plano político y en el financiero, y atrae un plus de crítica por su potencia económica y el papel que está jugando en la crisis. Pero la crítica tiene que ser honesta intelectualmente, argumentada y constructiva entre socios, no intencionadamente denigrante y falaz. El libro será replicado desde Alemania y la espiral del lenguaje de guerra fría aumentará progresivamente.
Se está destruyendo gratuitamente la idea de la unión de Europa, sin otra alternativa -el nacionalismo no lo es- que el enfrentamiento y la erosión o pérdida de los beneficios de la paz. Se impone una reacción europeísta para superar este escenario catastrófico.