Según todos los indicios el actual panorama político en España está en proceso de cambio. Nos encontramos con un año de elecciones en un momento de crisis y cuestionamiento de la clase política por parte de los ciudadanos, prueba de que algo se ha hecho mal y urge una revisión profunda de valores y prioridades. Por eso estaría bien que los diferentes partidos se hicieran eco en sus programas de algunos cambios imprescindibles y que todos pensáramos qué tipo de futuro queremos. Es una oportunidad para reflexionar.
Cuando un sistema no tiene mecanismos de transparencia sino que favorece la opacidad o la tolera, la alternativa en el poder de un partido u otro poco importa
En mi opinión, hay dos asuntos importantes que no se pueden obviar y necesitan ser revisados tanto por nuestros representantes como por toda la ciudadanía. Uno es la necesidad de mayor transparencia. Los innumerables casos de corrupción destapados en los últimos meses han puesto de manifiesto que entre algunos políticos pero también entre personas que ostentan cargos cercanos a estructuras de poder hay una mentalidad subyacente de que es lícito utilizar lo público para enriquecimiento propio. Si bien no se puede generalizar, existe la sospecha de que durante mucho tiempo, fueran cuales fueran sus premisas ideológicas, los partidos han sido estructuras más preocupadas por mantener sus privilegios económicos y posiciones de poder que por hacer una buena gestión del dinero de los contribuyentes o velar por mayor justicia social.
Considerar el espacio público como trampolín para aumentar el patrimonio personal ha sido un mal, en algunos casos, endémico que ha puesto de manifiesto la necesidad de crear mecanismos de control para impedir el abuso por parte de quienes piensan que dedicarse a la vida política significa tener libre acceso a las arcas públicas y un medio rápido en beneficio propio, del círculo familiar o del propio partido. Este control es una asignatura pendiente que no podemos retrasar si queremos madurar como sociedad democrática, porque cuando un sistema no tiene mecanismos de transparencia sino que favorece la opacidad o la tolera, la alternativa en el poder de un partido u otro poco importa y desgraciadamente no supone ninguna diferencia para los ciudadanos, ese es el verdadero problema. Por eso es urgente que haya un cambio significativo e inequívoco. El sistema democrático ha de velar para que el dinero de todos se emplee en el bien general y en beneficio de los colectivos más vulnerables, también ha de asegurar que la gestión de lo público recaiga en personas formadas y dispuestas a rendir cuentas de su trabajo.
La oportunidad de hacer cambios visibles en ese sentido es también para quienes hasta ahora han consentido o mirado para otra parte. Hay una posibilidad de regeneración política que no debería desaprovecharse porque si es bueno que aparezcan nuevas formaciones cuestionando un sistema que no ha sabido corregirse a sí mismo, más importante es que los discursos renovados, de unos y otros, no se queden en declaraciones de intenciones y se hagan pasos claros y firmes para perseguir los delitos de fraude y aprovechamiento ilícito.
Otro punto muy importante sobre el que hace falta una reflexión serena y profunda es el avance de los nacionalismos, no sólo porque son movimientos profundamente anacrónicos con el mundo actual y en su discurso no están proponiendo soluciones a los problemas reales que nos afectan a todos, que ya serían motivos suficientes para abrir un debate sobre ello, sino porque además hemos visto cómo se han movido hacia un discurso cada vez más excluyente minando la convivencia en los lugares en los que gobiernan hasta conseguir que aparezca un problema de crispación social difícil de resolver.
Utilizan el ideal de la construcción nacional, como coartada para moverse por encima de la legalidad, los tribunales o el estado de derecho
El nacionalismo de los últimos años en España ha llevado a cabo un mecanismo de distracción que le ha funcionado. De un lado, se ha disfrazado de ideología de izquierdas manteniendo un tono progresista en lo social, de otro, ha avanzado en un objetivo político oculto de construcción nacional que se ha evidenciado con el paso del tiempo. Frente a ese doble juego el resto de formaciones políticas ha preferido mirar para otra parte, unos por la conveniencia de conseguir pactos de gobierno y otros porque deben considerar que decirse de izquierdas es algo así como un salvoconducto para librarse del análisis desde el sentido común y los presupuestos democráticos. Grave error.
La historia ha demostrado que los movimientos de ideología nacionalista difieren en su discurso explícito según estén defendidos por grupos de derecha o de izquierda, pero comparten una manera similar y poco aceptable, desde un punto de vista democrático, de conseguir sus objetivos. Suelen considerar que la coacción, la pedagogía del odio, la manipulación social -directa o indirecta- son medios más que justificados si sirven para conseguir su propósito sin importar el coste económico ni social. Utilizan el ideal de la construcción nacional, como coartada para moverse por encima de la legalidad, los tribunales o el estado de derecho. Por eso lo más parecido a un nacionalismo de derecha es uno de izquierda y viceversa.
El nacionalismo combate cualquier pensamiento que sea crítico con sus posiciones y, por extensión, el derecho a pensar diferente; para conseguirlo necesita controlar los medios de comunicación, disfrazar la verdad, manipular la historia y tergiversar los datos de la realidad objetiva, todo vale para influir en la opinión pública e imponer un discurso que acaba siendo sectario porque no deja sitio a un debate claro y plural sobre las motivaciones que hay detrás. Crear incertidumbre, alimentar la inseguridad y utilizar el miedo natural del ser humano a ser rechazado por el entorno social dominante es una manera muy eficaz de empujar a las personas a identificarse con un determinado grupo socio-político si quieren ser aceptadas. También es una forma sutil de atentar contra el derecho de cada ciudadano a pensar y elegir libremente.
Se puede discutir sobre el grado de gravedad en cada caso histórico y por supuesto no se trata de establecer comparaciones, pero cuando la nación es más importante que los derechos de las personas y el fin justifica los medios acaba recurriéndose a estrategias muy utilizadas por los sistemas totalitarios, que no son sólo aquellos en los que gobierna un dictador o los que se imponen a través de la acción militar sino cualquier sistema donde quien ejerce el poder, aunque haya sido votado en las urnas, establece líneas de pensamiento unificadoras que no admiten crítica ni discusión. El adoctrinamiento en el dogma nacional puede ser explícito o un objetivo encubierto, pero para el ideario nacionalista siempre está por encima de las libertades individuales, por eso atenta contra el sistema democrático y por eso es importante que una ciudadanía responsable y madura empiece a cuestionar estos movimientos como lo que son: ideologías profundamente reaccionarias que se esconden detrás de posiciones aparentemente reivindicativas para no ser cuestionadas.
El sistema democrático ha de velar para que el dinero de todos se emplee en el bien general
Cualquier nacionalismo debe ser combatido con argumentos pero sobre todo en las urnas, que es la manera pacífica de defender la democracia. En mi opinión, un pensamiento realmente progresista no sólo no puede sostener ideologías nacionalistas sino que debería cuestionarlas para mayor salud y protección del sistema democrático. Mientras la izquierda en este país siga desaparecida frente a este problema, los partidos nacionalistas ocuparán un espacio que no les pertenece mostrándose moralmente superiores y erigiéndose en garantes de las libertades aunque su discurso político, lleno de promesas, enmascare una falta de respeto a la pluralidad y a los derechos ciudadanos. Sobre el silencio de unos ha crecido la impunidad de otros y así hemos llegado a situaciones inaceptables como que un gobierno se salte las leyes sin que haya consecuencias o no respete derechos recogidos en la Constitución y lo haga en nombre de la democracia. Una izquierda sin complejos debería ser capaz de defender la legalidad, la justicia, el respeto a la pluralidad y el estado de derecho.
La tarea no es fácil, quienes han conseguido cotas de poder y de impunidad no quieren perderlos y se defienden con todas las armas a su alcance. Han conseguido gran influencia en la opinión pública, por eso incluso partidos surgidos de movilizaciones sociales comprometidas con los derechos ciudadanos están empezando a diluir su discurso o a maquillarlo frente a las posiciones nacionalistas porque se enfrentan al estigma de estar en contra de los más demócratas, los que no necesitan ni serlo ni parecerlo porque su pureza está más allá de todo juicio y comprensión.
Estamos ante cambios en el panorama político y esperemos que se produzca una revisión profunda de valores y prioridades. Avanzar hacia una democracia más real, más estable y más moderna, construir una sociedad más justa y más tolerante en la pluralidad es una responsabilidad compartida por todos y está en nuestras manos. Es un gran reto, pero nada sería más inútil que cambiaran los partidos que nos gobiernan y no lo hiciera el sistema que los sostiene. Más importante que un cambio de siglas es un cambio de mentalidad.