La inmersión lingüística es el paradigma de lo que los nacionalistas llaman “líneas rojas”, que en la práctica quiere decir que se trata de un territorio vedado al debate racional. La inmersión no se toca, y punto. La última prueba la hemos visto estos días con la reacción apocalíptica de los partidos nacionalistas (con la inestimable colaboración del PSC y de ICV-EUiA) ante el recurso del Gobierno para que se abra un nuevo periodo de matriculación escolar que garantice el castellano como lengua vehicular el próximo curso. El nacionalismo lingüístico toca a rebato, y yo me dispongo a escribir al respecto. Lo hago convencido de que hoy en día la inmersión obligatoria en catalán nos empobrece como sociedad. Ojalá pudiera cruzar la línea roja sin que los nacionalistas me tildaran de enemigo de Cataluña y de la lengua catalana. Ojalá fuera posible el debate racional sobre la inmersión.
La inmersión lingüística es el paradigma de lo que los nacionalistas llaman “líneas rojas”, que en la práctica quiere decir que se trata de un territorio vedado al debate racional
El PP y Ciutadans proponen un modelo de enseñanza en el que catalán y castellano, como principales lenguas propias de los catalanes, tengan igual presencia por lo que hace al número de horas semanales. Es decir, defienden que el catalán deje de ser la única lengua vehicular de la escolaridad pública en Cataluña y que comparta esa categoría con el castellano. Ni más ni menos. No pretenden ni hacer desaparecer el catalán, ni perpetrar un genocidio lingüístico ni ninguna otra de las maldades que los nacionalistas les atribuyen habitualmente. Así pues, atáqueseles si se quiere por lo que pretenden, el bilingüismo en las aulas, pero no por lo que otros dicen que pretenden.
¿Qué necesidad tienen los nacionalistas de distorsionar la propuesta del PP y de Ciutadans? ¿Por qué no la critican sin desnaturalizarla? ¿No será porque en el fondo les parece de lo más razonable? ¿Acaso porque se corresponde con lo que los propios nacionalistas quieren para sus hijos? ¿Cómo iba a criticar Artur Mas una propuesta que coincide con el proyecto educativo del colegio de su prole? Pues bien, en lugar de admitir que le gusta y comparte la propuesta y que precisamente por eso ha llevado a sus hijos a un colegio cuatrilingüe en el que el castellano es una de las lenguas vehiculares, Mas y otros defensores de la inmersión ajena deforman la realidad para presentar la generalización de la propuesta como una amenaza para la supervivencia del catalán. Su actitud recuerda a la del movimiento NIMBY, acrónimo de Not In My Back Yard (No en mi patio trasero) popularizado en la década de 1980 por el político conservador británico Nicholas Ridley para describir la actitud de quienes se oponen a la instalación en su entorno inmediato de ciertas actividades o instalaciones, tales como aeropuertos o prisiones, que son percibidas como peligrosas. No se oponen a la instalación en sí, sino a la posibilidad de que se ubique cerca de su casa. Es más, a menudo la aplauden siempre que se sitúe lejos de su entorno y sean otros quienes sufran los consiguientes perjuicios. El colmo del egoísmo. Para los NIMBY de la inmersión, esta es buena para todo el mundo menos para los suyos.
Hace unos días el ex primer ministro de Quebec Jean Charest estuvo en Barcelona, invitado por Sociedad Civil Catalana para hablar de los riesgos de la secesión. Tras un interesante coloquio con Josep Borrell, Charest mostraba su perplejidad cuando un empresario catalán le explicaba el paradójico hecho de que los mismos políticos que imponen la inmersión en la escolaridad pública catalana lleven a sus hijos a colegios plurilingües en los que el castellano es tan vehicular o más que el catalán. “En Quebec eso no se entendería”, respondió Charest.
Se da la circunstancia de que los nacionalistas catalanes suelen utilizar el ejemplo quebequés para justificar la inmersión lingüística obligatoria, como si en Quebec existiera un régimen lingüístico idéntico al de Cataluña. Sin embargo, las diferencias entre ambos casos son considerables. De entrada, en Quebec el número de angloparlantes está en torno al 11% de la población, mientras que en Cataluña el número de castellanohablantes se sitúa alrededor del 55%. Es verdad que en Quebec la lengua oficial es el francés, que como tal es la lengua habitual de la enseñanza, pero no es menos cierto que los supuestos en los que los quebequeses que tienen el inglés como lengua materna pueden exigir por ley la enseñanza en esa lengua son tan amplios (basta con que uno de los padres haya recibido la mayor parte de la enseñanza en inglés) que en la práctica cabe decir que en Quebec los niños anglófonos tienen derecho a recibir la enseñanza en su lengua materna. Nada que ver con la suerte de los castellanohablantes en Cataluña.
Cataluña es el único territorio del mundo occidental en el que la mayoría de la población es escolarizada íntegramente en una lengua diferente de su lengua materna
Eso sí, por desgracia la lógica excluyente del nacionalismo lingüístico está presente en ambos sistemas, puesto que ni uno ni otro contemplan la posibilidad de una educación bilingüe en la que las dos lenguas concurrentes en el territorio tengan una presencia equilibrada. ¿Acaso no deberían tener los quebequeses francófonos el mismo derecho que sus conciudadanos anglófonos a ser educados también en inglés? En todo caso, el Estado canadiense reconoce y protege el derecho de la minoría francófona radicada en Quebec a recibir la enseñanza no universitaria en francés, mientras que el modelo quebequés reconoce mal que bien el derecho de la minoría anglófona radicada en Quebec (ese 11%) a recibir la enseñanza no universitaria en inglés. Quid pro quo. En Cataluña, por el contrario, la inmersión en catalán es obligatoria tanto para los niños castellanohablantes como para los catalanohablantes (por cierto, el término “inmersión” resulta perfectamente aplicable a los primeros pero no así a los segundos, que ya tienen como lengua materna el catalán, por lo que en este caso más bien cabría hablar de “ahogo lingüístico”, que diría mi amigo Joan Milián, diputado del PP en el Parlamento autonómico de Cataluña).
Claro que seguir la pista quebequesa resulta útil hasta cierto punto, porque allí el debate se plantea explícitamente entre dos comunidades lingüísticas claramente diferenciadas. Los francófonos son minoría en el conjunto de Canadá, mientras que los anglófonos lo son en Quebec, y como tales ambos grupos son objeto de la protección que merecen las minorías. Por su parte, los castellanohablantes son mayoría tanto en el conjunto de España como en Cataluña, no obstante lo cual no tienen derecho a recibir la enseñanza no universitaria en su lengua materna, y eso es precisamente lo que convierte el caso catalán en un caso único en todo el mundo. Así, no solo España es el único Estado con una lengua común a todo el país en el que no es posible estudiar en esa lengua en un determinado territorio, Cataluña -en el resto de las comunidades bilingües sí que es posible estudiar en castellano en mayor o menor medida-, sino que además Cataluña es el único territorio del mundo occidental en el que la mayoría de la población es escolarizada íntegramente en una lengua diferente de su lengua materna. Pas mal.
A tal respecto, Will Kymlica, uno de los principales teóricos del multiculturalismo canadiense, lo tiene claro: “Si una minoría nacional constituye la mayoría en la unidad o subunidad pertinente, puede decidir que dicha unidad adopte su lengua materna como lengua oficial. Pero puede decidirlo porque existe una mayoría local, no porque el Estado la haya reconocido oficialmente como ‘nación’”. De ahí que la perplejidad de Charest se disparara cuando supo que en Cataluña existía un modelo de inmersión en catalán a pesar de que el 55% de los catalanes tiene el castellano como lengua materna.
Los partidos nacionalistas catalanes, apoyados por el PSC y por ICV-EUiA, defienden el actual modelo monolingüe en catalán en el que el castellano, la lengua de la mayoría de los catalanes, queda relegado a la friolera de ¡dos horas! a la semana. Ni más ni menos. PP y Ciutadans anteponen los derechos individuales de los ciudadanos de Cataluña, mientras que los partidarios de la inmersión priorizan el proyecto de construcción nacional basado en la idea decimonónica de que a cada nación le corresponde una sola lengua. Curiosamente, los constructores nacionales suelen justificar su posición a favor del monolingüismo apelando a la cohesión social, lo cual no deja de resultar chocante cuando el 55% de los catalanes tiene el castellano como lengua materna. Resulta difícil de explicar la idea de que incrementar el exiguo número de horas de castellano en las aulas tendría efectos nocivos sobre la cohesión de una sociedad en la que el castellano es la lengua materna mayoritaria. ¡Lo que hay que oír!
La cohesión social es posible con un modelo de inmersión lingüística en catalán, pero también lo sería con un modelo de inmersión lingüística en castellano
Así, la consejera de Educación, Irene Rigau, dice que el modelo de escola catalana -el término ya es de por sí inquietante por lo excluyente que resulta la idea implícita de que solo una enseñanza exclusivamente en catalán merezca tal nombre- “es garantía de ciudadanía, de cohesión social y de futuro”. Será del futuro de los hijos de quienes defienden la inmersión lingüística para todos menos para sus propios retoños. Los hijos de Montilla, Mas y tantos otros políticos nacionalistas y sucedáneos en materia educativa, que han tenido la suerte de que sus padres hayan podido permitirse llevarlos a colegios privados como el Aula o el Colegio Alemán, donde la presencia del catalán es en el mejor de los casos equiparable a la del castellano. La inmersión, para quien no pueda pagarse otra cosa.
En cuanto a la cohesión social los nacionalistas, como de costumbre, plantean el debate en términos dramáticamente dicotómicos: o inmersión lingüística en catalán o descohesión social. La virtud aristotélica del justo medio no la conocen ni por el forro. La cohesión social es posible con un modelo de inmersión lingüística en catalán, pero también lo sería con un modelo de inmersión lingüística en castellano. Ahora bien, ¿qué necesidad hay de arrinconar una de las dos lenguas propias de los catalanes relegándola en el mejor de los casos a la condición de lengua extranjera? Porque esa, la de lengua foránea, es la posición que a lo sumo ocupa el castellano en el actual sistema educativo de Cataluña, en el que el 34% de los colegios públicos y concertados ya utilizan -según datos del departamento de Educación- el inglés como lengua vehicular en alguna asignatura no lingüística. Y todo ello, mira por donde, sin que la cohesión social se haya ido al traste. Ese 34% contrasta ignominiosamente con el ridículo 13% de centros educativos que, según Rigau, imparten alguna asignatura en castellano. Queda claro que el castellano es el problema.