Hubiera preferido no escribir sobre ellos, pues solo me merecen desprecio y repugnancia. A juzgar por sus tuits son escoria, y eso es lo único que se sabe de ellos. “A ver, a ver, no hagamos un drama que en el avión iban catalanes, no personas”, vomita uno. “El avión se ha estrellado porque el combustible era muy caro y como buenos catalufos mearon en el depósito que era más barato”, esputa otro. Y así hasta doscientos tuits ignominiosos. Sólo de transcribirlos se le pone a uno mal cuerpo. Claro que quienes los escribieron no saben lo que es eso, porque no son más que morralla, despojos humanos ocultos tras el anonimato de Twitter. No son pobres diablos, sino auténticos malnacidos.
Esos homúnculos no representan nada ni a nadie, más allá de que sus tuits son fiel trasunto de lo que Hannah Arendt denomina “banalidad del mal”
Insisto, hubiera preferido no escribir al respecto. Pero tras una semana hablando de esos indeseables mucho más de lo que ellos hubieran imaginado nunca, teniendo en cuenta su probada insignificancia como personas, me parece oportuno empezar a ponerlos a ellos en su sitio y las cosas en su punto.
Esos homúnculos no representan nada ni a nadie, más allá de que sus tuits son fiel trasunto de lo que Hannah Arendt denomina “banalidad del mal”, cuya principal característica no es la crueldad o el odio (aunque no cabe duda de que esos dos factores también influyen) sino la irreflexión, “ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”. Así pues, no conviene minimizar la importancia de esos mensajes, porque destilan crueldad, odio e irreflexión a raudales, pero de ahí a presentarlos como la prueba inequívoca de que en el resto de España reina la catalanofobia hay un abismo que solo puede obviarse desde el interés partidista de quienes se empeñan en presentar las relaciones entre catalanes y españoles no catalanes como un infierno fatal.
Esos mensajes no son -como se ha dicho machaconamente estos días en los medios catalanes- representativos de España ni de los españoles; no son la punta del iceberg de ningún tipismo español ni de una creciente aversión a Cataluña y a los catalanes supuestamente generalizada en el resto de España. Sin duda, son atisbos de barbarie imputables a la condición humana y no a una u otra nacionalidad. En un país como España, con más de 7,5 millones de usuarios de Twitter, pretender que esos doscientos comentarios son la quintaesencia de la españolidad resulta deleznable, por no decir mezquino.
Por otra parte, tampoco me parecen correlato directo de la facilidad con que algunos vienen recurriendo últimamente a la comparación entre el nacionalismo catalán y el nazismo, el fascismo o el franquismo, remedo de la más tradicional y nostrada identificación de todo el que no es nacionalista catalán con el nazismo, el fascismo y, por descontado, el franquismo. No en vano resulta sencillamente increíble que los mismos que se han pasado la vida comparando impunemente a Aznar, Bono, Rosa Díez o Albert Rivera con Hitler, Mussolini, Franco o José Antonio Primo de Rivera se rasguen ahora las vestiduras cuando otros hacen lo propio con Mas, Junqueras y compañía.
Creo sinceramente que ambas aberraciones, catalanofobia e hispanofobia, son minoritarias en Cataluña y en el conjunto de España
Por ejemplo, en su columna del pasado viernes en La Vanguardia Pilar Rahola apuntaba que la cuestión no radica en los tuits anónimos, “sino en la cantidad ingente de líderes políticos de primer nivel y opinadores de referencia que no han tenido apuros en usar términos indeseables”. Y añadía: “Y lo han hecho con total impunidad”. No hay que descartar que Rahola se siga teniendo a sí misma por una lideresa política de primer nivel (“¿No sabe quién soy yo?”) y no hay duda de que se considera una opinante de referencia, por lo que es posible que cuando dice que unos y otros usan términos indeseables se esté refiriendo, por ejemplo, a cuando ella compara a Aznar con el nazismo (“Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer!...”, Aznar en la rebotica) o llama “falangista” a Albert Rivera. O tal vez se refiera a cuando el diputado a Cortes Joan Tardà (ERC) o el exconsejero de la Generalitat Josep Huguet (también ERC) comparan a empresarios alemanes residentes en Cataluña con el nazismo por el solo hecho de posicionarse, “al dictado del PP”, en contra de la secesión. A lo mejor se refiere Rahola a cuando el eurodiputado de CiU Ramon Tremosa -el mismo que se dedica a denunciar ante el Parlamento europeo la banalización del nazismo que hacen otros, no sea que le quiten el monopolio- que José Montilla era “el presidente que Franco soñaba para una Cataluña en democracia”.
Así pues, lo curioso no es que Rahola, Tremosa, Huguet y compañía se indignen con la comparación, porque está claro que a nadie le gusta que le comparen con el horror por antonomasia, sino que se ofendan cuando ellos llevan toda la vida practicando a lo bestia lo que el filósofo alemán Leo Strauss denominó reductio ad Hitlerum, un tipo de falacia de asociación cuyo objetivo no es otro que anular el debate. No hay duda de que a corto plazo la comparación con el nazismo puede resultar muy útil a quien la formule con éxito, porque no hay mejor manera de noquear al oponente político que hacerlo pasar ante la opinión pública por un nazi o por un facha, aunque no lo sea. Pero la utilización muchas veces espuria de esa falacia tiene, a la larga, consecuencias ominosas para el debate público y el pluralismo. De ahí que algunos, conscientes de nuestra responsabilidad, hayamos decidido no utilizar jamás ese recurso, por muy socorrido que pueda resultar. Ni siquiera en entornos favorables a ese tipo de comparaciones.
Decía más arriba que solo desde el interés partidista de quienes se empeñan en presentar las relaciones entre catalanes y españoles no catalanes como un infierno fatal se puede sostener que los nauseabundos tuits de unos pocos desalmados demuestran que en el resto de España reina la catalanofobia. De la misma manera que manifestaciones tan miserables como las del guionista Jair Domínguez (“Lo que necesita España para reaccionar es un devastador accidente aéreo en el que mueran de forma horrible todos los miembros de ‘La Roja’”), o la viñeta de El Punt Avui relacionando el accidente de tren de Santiago con la Marca España, no demuestran que en Cataluña predomine la hispanofobia. Creo sinceramente que ambas aberraciones, catalanofobia e hispanofobia, son minoritarias en Cataluña y en el conjunto de España. Otra cosa es que a algunos les interese sobredimensionar la aberración para ahondar en la discordia que necesitan para alcanzar la ruptura. Otros preferimos combatir la aberración y trabajar por la concordia.