Hace poco asistí, en el Auditori Blanquerna de Barcelona, a la presentación del libro “Los Usurpadores”, de Susan George (una de las principales teorizadoras del movimiento antiglobalización, y autora del famoso “Informe Lugano”), editado por Icaria Editorial, y en el que se nos advierte –bajo el subtítulo de “Cómo las empresas transnacionales toman el poder”– de los graves riesgos que para los derechos de la ciudadanía europea representa la negociación del TTIP (siglas anglosajonas del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones) entre la Unión Europea y los Estados Unidos. En el acto, y junto a la famosa activista franco-norteamericana, participaba también la monja benedictina y fundadora del movimiento independentista “Procés Constituent” Teresa Forcades.
Los estados teóricamente soberanos están sometidos a una oscura trama de intereses económicos que superan, de muy mucho, los límites de sus endebles fronteras
Durante su intervención, Susan George estuvo exponiendo diversos ejemplos de cómo las grandes empresas transnacionales están ya, gracias a la protección jurídica que les conceden tratados internacionales de libre comercio semejantes al ahora negociado con la UE, imponiendo sus abusivas condiciones en materia social o medioambiental a diversos estados del mundo. Cómo, por ejemplo, las grandes multinacionales petroleras han conseguido obtener judicialmente indemnizaciones millonarias de Ecuador o Canadá por no permitírseles la perforación en zonas declaradas reservas naturales o la utilización de procedimientos de especial peligrosidad medioambiental como el “fracking”; cómo las tabacaleras han podido imponer sus criterios frente a las legislaciones estatales de países como Namibia (y litigado por la misma razón con Australia) respecto a la publicidad en las cajetillas de tabaco; cómo han podido imponer a Eslovaquia la total privatización de la atención sanitaria pública, o cómo se han atrevido a demandar a Egipto por tomar una medida de legislación interna tan elemental como la de elevar el Salario Mínimo Interprofesional.
De una manera clara y didáctica, la autora (que es doctora en Ciencias Políticas, y presidenta de honor de la organización ATTAC - Francia) vino a argumentar que regulaciones como el TTIP o el NAFTA (tratado de libre comercio entre USA, Canadá y México) significan otorgar un poder de veto casi universal a las grandes multinacionales sobre cualquier ley aprobada democráticamente por los parlamentos nacionales y que a ellas no les guste o no les beneficie lo suficiente. Y que suponen, en resumidas cuentas, el final del concepto mismo de la soberanía popular, y la sumisión definitiva de los estados y del poder político al poder inmenso y sin control de ningún tipo de las grandes empresas capitalistas. El triunfo sin paliativos del 1% de la población mundial, que controla el 90% de todos los recursos, sobre el 99% restante de la especie humana.
Finalizada la primera exposición de la politóloga –no sin antes pedir a todos los asistentes el apoyo a la campaña pública de oposición al TTIP, articulada en torno a la página https://stop-ttip.org/–, intervino también Teresa Forcades, apoyando y complementando las argumentaciones con datos extraídos de uno de los campos que ella más domina, el de la industria farmacéutica. Y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, recordó en varias ocasiones que, en Cataluña, “estamos luchando en la actualidad por nuestra independencia” (aunque sin especificar, claro está, cuántos son los catalanes que están supuestamente “luchando”, ni contra quién, ni por qué razón). “Si las grandes compañías obtienen tanto control sobre las legislaciones nacionales, y si llegan a tener tanto poder sobre Cataluña –vino en resumen a decir–, ¿qué clase de independencia, qué clase de soberanía será la que tendremos?”
Ello, curiosamente, me trajo a la memoria unas clarificadoras declaraciones de Artur Mas realizadas hacia finales de 2012 o principios de 2013, es decir, en los meses todavía iniciales del actual “procés sobiranista” que vivimos en Cataluña. Por aquellas fechas, el President –no sé si todos lo recordamos– hablaba ya a todas horas de la necesidad de que Cataluña se dotase de “un Estat propi”, pero evitaba todavía cuidadosamente pronunciar la mágica palabra “independencia”. Y, ante la espontánea pregunta en dicho sentido –y no carente de un cierto tono de reproche– de un asistente a uno de los muchos actos de carácter independentista a los que por entonces ya acudía, Mas contestó –creo que en un irrepetible e involuntario acto de honradez– que ello era porque “ara per ara, realment, d’estats independents ja no n’hi han”.
Probablemente el presidente autonómico no quiso decir del todo lo que dijo, pero acertó plenamente en el diagnóstico. En la actualidad, los estados teóricamente soberanos están sometidos a una oscura trama de intereses económicos que superan, de muy mucho, los límites de sus endebles fronteras. Están sometidos a una red de poder que se teje entre Wall Street, el Pentágono, la bolsa de Frankfurt, el Banco Mundial, el FMI, el Banco Central Europeo, y –por detrás y por encima de todos ellos– el pequeño número de grandes fortunas que controlan y dirigen el actual capitalismo financiero globalizado.
Algunos nos resistimos a aceptar que izquierda y nacionalismo sean términos que puedan ser utilizados juntos en una misma frase
Y ésa, hoy, es la gran paradoja a la que se enfrenta buena parte de la izquierda de este país. Es la paradoja de las Forcades y los Oliveres, de las Camats y de los Nuets, de las Ubasarts y de las Rilovas (y no incluyo a las Roviras ni a los Junqueras porque ERC, hoy, está más lejos que nunca de ser un auténtico partido de izquierdas, tal como demuestran sus siniestros homenajes a asesinos fascistas muertos en los años treinta, como los hermanos Badia): la paradoja de pensar que, dividiendo a las clases trabajadoras –compartimentándolas con nuevas fronteras administrativas, y enfrentándolas por su sentimiento de pertenencia a una u otra comunidad, su adscripción a uno u otro territorio, o su identificación con una u otra bandera–, se pueden defender mejor los derechos de estas mismas clases trabajadoras frente a sus verdaderos y poderosos enemigos. Enemigos que no son, ni pueden ser, los trabajadores y trabajadoras del pueblo de al lado, ni los del barrio de al lado, ni los del piso de al lado; sino quienes les echan del trabajo, quienes les roban la educación o la sanidad, y quienes se benefician de sus desgracias. Enemigos que viven, desde luego, en barrios elegantes, señoriales, y primorosamente urbanizados. Como el propio president Mas.
Enemigos que son –y esto lo sabe muy bien la monja Forcades–, ejecutivos y accionistas de multinacionales como Novartis, Nestlé o Monsanto. Enemigos que cobran altísimos sueldos del FMI, del Banco Mundial o del Banco Central Europeo. Enemigos que hablan de tú a tú a los gobiernos, que tienen más poder y mueven más recursos que muchos países, y a los que interesa claramente tener como interlocutores a estados cada vez más pequeños, más débiles, más dependientes y más asustados. Enemigos a los que benefició, y que muy probablemente propiciaron, la fragmentación y hundimiento de estados como Yugoslavia (que había sido, durante muchos años, modelo de convivencia, y referente de los Países No Alineados durante la Guerra Fría), y la destrucción hasta sus mismos cimientos de países otrora independientes, orgullosos, laicos y fuertes, como Libia, Siria o Iraq. Enemigos a los que ahora les inquieta la victoria de Syriza en Grecia, pero que se frotan las manos viendo cómo las energías generadas por el movimiento de los Indignados y el 15-M desaparecen virtualmente en Cataluña y se debilitan o se frenan en el conjunto de España, arrastradas por el tsunami identitario y los sofismas de las balanzas fiscales. Enemigos que tienen, en España y en Cataluña, a los patriotas Mas y Junqueras –amén del inepto Rajoy– como sus mejores y más fieles aliados.
Esa es la paradoja por la cual algunos nos resistimos a aceptar que izquierda y nacionalismo sean términos que puedan ser utilizados juntos en una misma frase. Y por la cual consideramos que, frente a un capitalismo hoy tan desbocado como globalizado, no cabe más respuesta que la unidad sin fisuras de las clases trabajadoras, por encima de lenguas, religiones, culturas o fronteras.