La propuesta de que España extienda la oficialidad del catalán, gallego y vascuence a todo el territorio parte fundamentalmente de un pequeño sector de intelectuales catalanes. A mi juicio, entraña no pocos problemas y no arregla lo que sus impulsores dicen pretender.
El proceso gradual de imposición del catalán para convertirlo en lengua única de Cataluña ha ido claramente encaminado hacia la identificación de ésta con una nación distinta de la española
Desde luego están alarmados por el desprecio de la Generalidad y demás instituciones de Cataluña hacia el castellano, lengua de la mayoría de sus ciudadanos. Estas personas, aun admitiendo que desde las Instituciones centrales del Estado hay un mayor respeto y reconocimiento hacia las mencionadas lenguas cooficiales (en sus respectivos territorios) que el que muestran las Instituciones Autonómicas bilingües hacia el castellano, valoran que no es suficiente. Que si España, institucionalmente hablando, tratara a esas lenguas como al castellano, muchos catalanes –que sienten que su lengua no es valorada en el resto de España– se sentirían más vinculados hacia el castellano y más dispuestos a utilizarlo como lengua vehicular en la enseñanza y en la vida pública catalana.
Personalmente, creo que los responsables de la negación –de facto– del castellano como lengua oficial no están por la labor. El proceso gradual de imposición del catalán para convertirlo en lengua única de Cataluña, que se inició hace más de tres décadas, ha ido claramente encaminado hacia la identificación de ésta con una nación distinta de la española y hacia el refuerzo de esa falacia de que a toda nación le corresponde un Estado. Por tanto, para estos ingenieros sociales, la sustitución lingüística de los castellanohablantes es imprescindible. Por eso, educan en el odio a España y a todo lo español, principalmente la lengua.
En su horizonte, no parece haber estado nunca una negociación del tipo: si el catalán se convierte en lengua oficial en el resto de España, nosotros respetaremos la oficialidad del español en Cataluña. El establecimiento de este paralelismo es perverso. Vamos a aclarar algunas cuestiones esenciales.
- Técnicamente, se considera lengua propia de un territorio la que corresponde a un grupo de lengua materna estable y numéricamente considerable. Este es el caso del castellano o español en todas las CCAA. De manera que, aunque no figure en los distintos Estatutos de Autonomía, es tan lengua propia como la que más, y su oficialidad está plenamente justificada; no es fruto de ninguna imposición.
- No se puede obviar la cuestión numérica a la hora de determinar qué lenguas deben ser oficiales. No es de recibo que el Sr. Artur Mas, interpelado por la ausencia del castellano como lengua docente en Cataluña, dijera que el que quisiera educación en castellano que se montara una escuela y se la pagara como hacen los japoneses en Cataluña, para acabar comparando el español con el urdú. Esto es sencillamente impresentable e inaceptable. Los servicios que nos proporcionan –o los que nos sustraen, como es la educación y la información en la lengua mayoritaria– estos gestores de lo público, los pagamos todos los contribuyentes. Si hubiera una cuota destinada a complacer lingüísticamente a los ciudadanos de Cataluña, según la lengua de preferencia y sin que pudiéramos hablar de discriminación, el castellano se llevaría mayor presupuesto que el catalán; de la misma manera que éste gozaría de uno mayor que el aranés. Así ocurre hasta con la investigación de enfermedades. Las que afectan a grandes porcentajes de la población cuentan con mayores inversiones de capital que las denominadas "raras". Y no es que no haya que hacer esfuerzos para no dejar a los afectados de las mismas abandonados a su suerte, pero tampoco sería razonable destinar todo el presupuesto para ellas.
- La cooficialidad compromete a las Instituciones; no al ciudadano particular. Significa igualdad de derechos de los hablantes de una y otra lengua de cara a las Administraciones de ámbito autonómico y local. Eso quiere decir que es el ciudadano el que, sin dar explicaciones sobre sus preferencias, escoge lengua en sus relaciones con la Administración y ésta se pone a su servicio. Jurídicamente, no hay más. Pero aquí, es obvio que la oficialidad del español se ha quedado en el papel, como ha ocurrido también con el aranés. El Parlamento autonómico, con una ridícula puesta en escena, la convirtió en lengua oficial en toda Cataluña, contra toda lógica porque su número de hablantes es menor que el de gallego, y la mayoría concentrado en el Valle de Arán. Desde luego, parece que se hizo como un instrumento de presión; como dejando muy claro lo estupendos que somos que, a pesar de ser una lengua con un porcentaje de hablantes en Cataluña semejante al de hablantes de catalán dentro del conjunto español, nosotros no escatimamos. ¿En qué se ha traducido esto? Lo mismo que con el castellano, ¡en nada! La Administración tampoco ofrece servicio en esa lengua. Cuando solicitas un formulario o un folleto de información del tipo que sea, te dicen que no los tienen más que en catalán. La verdad es que, fuera del territorio donde el número de hablantes así lo aconseja, no tiene sentido que dispongan de todo los documentos que generan los distintos entes públicos de Cataluña en aranés. Pero en esta Autonomía, los gestos salen muy baratos.
- Es fácilmente constatable, sin demagogias de por medio, que en general, los derechos lingüísticos de los hablantes de las lenguas regionales están mucho más protegidos que los de los hablantes de español, tanto por parte de los Gobiernos Autonómicos como por parte del Central. Todo lo que viene a Cataluña de la Administración Central del Estado, viene bilingüe. Por contraste, lo que depende de la Generalidad y de los Ayuntamientos es pertinazmente monolingüe. No vale salir por la tangente y justificarlo, por ejemplo, con que el catalanohablante no tiene la misma oferta de cine que los castellanohablantes, intentando descaradamente confundir dos ámbitos bien diferenciados como son el público y el privado. O sea, que sí hace falta una Ley de Lenguas que deje bien claro que el principio de igualdad de los ciudadanos está por encima de la supuesta obligación de hacer crecer el número de hablantes de las lenguas minoritarias a expensas de los hablantes de la lengua mayoritaria. Lo sensato sería ofrecer en las CCAA bilingües toda la información en ambas lenguas y, en educación, las famosas tres líneas de Vascongadas –pero ¡ojo!, sin trampas. Así, el victimismo no tendría cabida ni entre profesores ni entre alumnos.
Consideremos, por un momento, que a las llamadas lenguas cooficiales de las distintas CCAA se les concediera el estatus de oficiales en toda España. Jurídicamente, querría decir que cualquier ciudadano habría de ser atendido en la lengua de su elección en todo el territorio español. O sea, en Cataluña o en Baleares, se podría solicitar ser atendidos en vascuence o en gallego; en Vascongadas, en gallego o en catalán; en Galicia, en catalán, vascuence o aranés; en Ceuta, en catalán, gallego, vascuence o aranés. ¡Los pitotes que los nacionalistas montarían a diario!
No cuesta imaginar los viajes organizados y subvencionados de fanáticos de aquí y de allá que van –supongamos– a un centro sanitario de Jerez de la Frontera a pedir folletos en catalán, gallego o vascuence. Ellos sí que harían valer sus derechos y colapsar los juzgados con sus denuncias por discriminación lingüística.
Hay que ser un poco serios. Disponemos de una lengua bastante común como para equipararlas a todas. Otra cosa es que en ocasiones solemnes se digan algunas palabras en todos los idiomas, o que sin ser oficial, se procuren ciertos servicios en otra lengua distinta a la común. Por ejemplo, si en Madrid hubiera un número equivalente de alumnos al de un aula normal que quisieran ser educados en catalán o en gallego, no estaría mal complacerlos, porque no supondría una inversión económica especial.
Incluso si me apuran, a riesgo de ser tildada de enemiga de las lenguas cooficiales, hasta el uso restrictivo de las otras lenguas de España en el Senado, con traductores simultáneos, me parece un despilfarro y un sinsentido. Dentro, todos con pinganillos; a renglón seguido, en cuanto salen por la puerta de la Cámara, todos hablando en español. ¿Es que no hay mejores maneras de utilizar los recursos públicos?
Nuestros representantes se olvidan no solo de su deber de cumplir y hacer cumplir la leyes y las sentencias de los distintos Tribunales de justicia, sino del de procurar servir al ciudadano sin perjudicar a terceros. En este tema, a mí me aclaró muchas dudas un artículo memorable que Jesús Mosterín publicó en El País el 3 de abril de 1996, en el que apostaba por un Estado más parecido a un hotel que a una Iglesia. El primero –decía– está al servicio de sus clientes, y toma nota de sus preferencias (lingüísticas, gastronómicas, deportivas o de cualquier otra índole) e intenta satisfacerlas lo mejor posible. Una Iglesia tiene su propia doctrina que predicar, sus propios valores culturales que imponer. Las eventuales preferencias discrepantes de los (siempre pecadores) feligreses han de someterse y adaptarse a las de la (siempre santa) Iglesia. En cuestiones culturales, los Estados están a medio camino entre los hoteles y las Iglesias. Cuanto más liberales y respetuosos son con los derechos y libertades de sus ciudadanos, tanto más se parecen a los hoteles. Cuanto más totalitarios, ideologizados o nacionalistas, más se parecen a las Iglesias. En el Estado-hotel el ciudadano es rey, el cliente siempre tiene razón y los políticos son meros administradores y camareros a su servicio.