Desde hace aproximadamente dos décadas, la UE introduce en sus acuerdos con países terceros un conjunto de cláusulas denominadas esenciales cuyo incumplimiento puede suponer su suspensión. La más importante es la denominada cláusula democrática que supone el compromiso por parte del país tercero de respetar los principios democráticos y los derechos humanos (DDHH) fundamentales, tal como se enuncian en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, y que, como es conocido, son de carácter individual (derecho a la vida, libertad de pensamiento y conciencia, libertad de expresión, etc.). Como recordatorio, el derecho de autodeterminación, único derecho de carácter colectivo reconocido internacionalmente, aparece en los Pactos internacionales de DDHH (el de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), afectando a situaciones coloniales o de ocupación militar, que en el caso de Europa, y según la propia ONU, se circunscriben exclusivamente al caso de Gibraltar.
Dichos países reclaman que ellos también tienen sus valores y piden respeto por ellos. Este tipo de actitudes impiden un diálogo constructivo, pues suponen la relativización de los principios democráticos
Esta cláusula tiene su origen en la negociación de un acuerdo con Argentina, y a propuesta de este país, con el fin de evitar una vuelta atrás hacia los horrores de la dictadura argentina, dada la inclinación de determinados sectores militares, a través del incremento del coste político y económico de aventuras dictatoriales que esta cláusula supondría.
Evidentemente, considerar la defensa de los principios democráticos y los DDHH fundamentales como pilar esencial de la convivencia dentro de una sociedad, no es compartida en todo el mundo. En efecto, y para simplificar, existen (o han existido) dos grandes “visiones” que difieren de la referida anteriormente: 1) La representada por los países “socialistas” (URSS, China, ….) cuyos postulados han sido superados no solo por su relativa ineficiencia económica frente al sistema de mercado (dada la mejor asignación de recursos escasos que este último produce), sino también por sus valores subyacentes al tener que conjugar un alto grado de igualdad dentro de la sociedad y la ineludible represión ante intentos de introducir cambios y libertades, una mezcla difícilmente sostenible a largo plazo. 2) La representada por sociedades que se rigen por valores basados en la religión, fundamentalmente islamistas, pero no sólo, y que postulan una visión del mundo diferente basada en la verdad absoluta transmitida por Dios y por lo tanto indiscutible.
Y este es uno de los puntos clave en el dialogo político en general y en los diálogos sobre DDHH en particular entre la UE y un número importante de países terceros: la no aceptación por parte de estos últimos de los valores mencionados al inicio como universales y, por lo tanto, de aplicación en todos los lugares y circunstancias. Dichos países reclaman que ellos también tienen sus valores y piden respeto por ellos. Como es evidente, este tipo de actitudes impiden un diálogo constructivo, pues suponen la relativización de los principios democráticos y DDHH fundamentales. Respecto de la primera “visión” (países socialistas), el diálogo, aun difícil, es factible dado que estamos hablando de formas de organizar la convivencia social en el marco de una racionalidad política y económica, donde la introducción de cambios puede ofrecer ventajas para la sostenibilidad del propio régimen, al menos a corto y medio plazo (por ejemplo, China donde existe un grado de libertad económica importante, o Cuba con la introducción de los trabajadores por cuenta propia que supone un grado de mayor libertad) pero que a largo plazo deberían ser el germen de un sistema más avanzado de libertades públicas y respeto de los principios democráticos y DDHH fundamentales.
Sin embargo, ese no es el caso respecto de la segunda “visión”. Incluso, yo diría más, esos valores “alternativos” son para sus defensores incluso “superiores” pues provienen de Dios, o de “tradiciones ancestrales” irrenunciables, y, por lo tanto, están obligados a “propagarlos” a otros países y sociedades, o cuando menos a no cambiarlos sustancialmente. En el fondo esta es la cuestión que subyace entorno a los trágicos sucesos acaecidos en Francia y Dinamarca (Charlie Hebdo, ….) y la dispar reacción que han provocado en diferentes lugares del mundo y dentro de las mismas sociedades.
El quid de la cuestión es si existe un determinismo en la evolución de las sociedades fundadas por el ser humano hacia una suerte de valores universales. Es decir, que aun cuando puedan darse retrocesos en ese proceso hacia el respeto de los mismos, nos encaminamos, en cuanto que humanidad, hacia una cierta homogeinización en el respeto de los principios democráticos y DDHH fundamentales. De no ser así, entonces, todos (o la mayoría de) estos valores podrían considerarse como relativos y, por lo tanto, sólo a ser respetados dentro de aquellas sociedades que así lo decidan. En el determinismo hay espacio para la “propagación” de esos valores pues tienden inexorablemente hacia su aplicación universal a largo plazo; pero en la relativización no existe espacio para la “imposición” hacia el exterior, ya que sólo hay lugar para su defensa en el seno de las sociedades que se han dotado de ellos.
La resolución de esta disyuntiva debería tener también un impacto en la discusión sobre la multiculturalidad y la integración de inmigrantes
Yo, personalmente, por convicción y experiencia práctica en diálogos sobre estas cuestiones, no tengo dudas respecto a la respuesta y estoy convencido de que la humanidad se dirige inexorablemente hacia el reconocimiento de los principios democráticos y DDHH fundamentales como valores universales. Pero ese también parece ser el caso de la Comunidad Internacional, no solo a través de la Declaración Universal de los DDHH antes mencionada, sino, además, al haberse instituido el concepto de derecho a intervenir (“Responsabilidad de proteger”) en casos graves tales como genocidio, limpieza étnica, etc. (en principio a ser ejercido por el Consejo de Seguridad de la ONU); es decir, el reconocimiento implícito por parte de la Comunidad Internacional de la existencia de unos valores universales que deben respetarse y, que de no ser así, el derecho a intervenir ante atrocidades cometidas por los gobiernos sobre su población podría llegar a ejercitarse. En fin, el reconocimiento de que hay al menos algunos valores ante los cuales no hay marcha atrás y la soberanía nacional no puede servir de escudo para su violación.
La resolución de esta disyuntiva debería tener también un impacto en la discusión sobre la multiculturalidad y la integración de inmigrantes procedentes de otras culturas en las sociedades occidentales, entendida como aceptación de los principios democráticos y DDHH fundamentales y no como anulación de aspectos meramente culturales (lengua, tipo de alimentación, etc.) que no pongan en cuestión dichos valores.
Asimismo, y como lo que cuenta son los derechos individuales y no los colectivos, esta cuestión tiene un efecto nada desdeñable sobre los planteamientos de muchos nacionalismos, si bien de una manera mucho más matizada. En numerosos casos, los nacionalismos representan una vuelta al pasado, a un pasado “pre-moderno” enraizado no en los derechos de los ciudadanos entendidos como individuos libres e iguales ante la ley y el Estado de Derecho sino como poseedores de un derecho especial originado en su pertenencia a un grupo o a un territorio y, por lo tanto, superior a los primeros. Por supuesto, los intérpretes de dichos derechos colectivos son las élites que conducen al pueblo (como ente colectivo) hacia su propio e inalienable destino como nación. En definitiva, un discurso contracorriente y de difícil engarce con los postulados de unos valores universales basados en DDHH fundamentales de carácter individual.