Recuerdo que pocas semanas después de empezar a participar en tertulias de radio y televisión, hace poco más de dos años, hablé con una persona muy próxima a mí que, tras los elogios de rigor, no dudó en poner algún pero a mis primeras intervenciones en los medios. Se trata, insisto, de alguien muy allegado que me ha demostrado sobradamente su afecto -que es recíproco-, por lo que no cabe ninguna duda de la buena intención de sus objeciones sobre cuestiones profesionales. Otra cosa son nuestras diferencias políticas, que, aunque no son de ahora, se han recrudecido tras su despertar independentista a la luz del proceso divisionista de Cataluña.
No acepto ni aceptaré nunca la majadería del expolio fiscal. Porque los impuestos los pagan las personas y no los territorios
“Nacho, lo haces muy bien, pero te equivocas en una cosa…”, me dijo en tono paternalista. “Utilizas demasiado la palabra ‘España’, y eso te penaliza. Deberías utilizar más otras palabras, como ‘Estado’ o yo que sé…, ‘península’ por ejemplo”. Y añadió: “¿No te das cuenta de que ni siquiera los tertulianos unionistas dicen ‘España’?”. Está claro que para él el término unionista es un cajón de sastre en el que todo cabe, incluso nacionalistas al filo siempre del destape independentista cuyo discurso es tan antiespañol o más que el de los independentistas declarados. Y me proponía mi bienhechor que yo adoptase el mismo lenguaje que ellos. Que, por muy aberrante que resulte hablar de una estructura administrativa para referirme a una realidad humana, social y política de la que sin duda me siento parte, debería decir invariablemente Estado en lugar de España porque eso de hablar del “resto de España” está mal visto y me “penaliza”.
Le agradecí su consejo e inmediatamente le avancé que no pensaba seguirlo en absoluto, que, por muy rentable que pudiera resultarme, no iba a adoptar la jerigonza nacionalista, principalmente por razones de conciencia pero también por higiene lingüística, que a fin de cuentas no tengo por qué hablar mal pudiendo hacerlo bien.
Pero mi bienintencionado consejero no se dio por vencido y prosiguió con sus objeciones orientadas sin duda a mejorar mi maltrecha imagen pública tras un par de tertulias cuestionando el discurso dominante en los medios catalanes. “Está bien, como quieras, pero permíteme otro consejo. Deberías ser más flexible y aceptar, al menos, cosas que nadie discute como el expolio fiscal o los ataques a la lengua. No puedes cuestionarlo todo… A no ser que quieras pasar por anticatalán, algo tienes que admitir”, apuntó en clave estratégica.
Pues no, no acepto ni aceptaré nunca la majadería del expolio fiscal. Porque los impuestos los pagan las personas y no los territorios, por lo que la redistribución de la riqueza en cualquier Estado que vele por la igualdad entre sus ciudadanos se da entre estos y no entre provincias o regiones. “En todo caso, los catalanes ricos son solidarios con los andaluces o extremeños pobres, de la misma manera que los andaluces o extremeños ricos son solidarios con los catalanes pobres”, he dicho en más de una tertulia. Mi comentario ha desatado invariablemente la indignación de todos y cada uno de mis contertulios, sin excepción, lo cual corrobora otra de esas verdades que no son verdad, pero que uno debe observar a no ser que quiera “pasar por anticalán”, a saber: que, a diferencia de las de “Madrit”, nuestras tertulias sí que son plurales. Algo tendré que admitir…, pero es que no acabo de dar en la tecla.
Encima, tampoco reconozco la existencia de la mayoría de los ataques a la lengua que los nacionalistas siguen denunciando tras la recuperación de la democracia en España, como si Franco no hubiera muerto hace casi cuarenta años. Desde entonces, algunas de las más graves embestidas contra la lengua catalana denunciadas por el nacionalismo han sido las siguientes:
Tampoco reconozco la existencia de la mayoría de los ataques a la lengua que los nacionalistas siguen denunciando tras la recuperación de la democracia en España
1) El “decreto de la tercera hora de castellano”, aprobado por el Gobierno Zapatero, que debía garantizar una presencia de la lengua castellana en la enseñanza primaria catalana en una proporción nada menos que ¡siete veces inferior a la de la lengua catalana! 2) La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán, que establece que el castellano debe ser también lengua vehicular de la escolaridad pública en Cataluña, sin perjuicio de seguir considerando el catalán como el “centro de gravedad de este modelo de bilingüismo”. 3) La ley Wert, que, lejos de instituir un derecho a recibir la enseñanza exclusivamente en castellano, pretende compeler a la Generalidad a adaptar su modelo educativo a la doctrina del TC reconociendo las dos lenguas cooficiales como vehiculares, es decir, no sólo como objeto de enseñanza sino como lenguas docentes.
Pues bien, sin ningún ánimo de pasar por anticatalán, me niego a asumir lo que no es más que una paranoia nacionalista que nada tiene que ver con la catalanidad, salvo que pretende vampirizarla. No en vano esa lógica concesiva de “admitir algo”, que tan buenos resultados le ha dado hasta ahora al nacionalismo, cobra nuevos bríos al calor del debate soberanista, en la medida en que a no pocos les permite zafarse de la omnímoda presión independentista situándose en una cómoda equidistancia entre los independentistas y los llamados unionistas. Pero -quiérase o no- ese gesto acomodaticio sólo puede legitimar el discurso secesionista y reforzar su causa, de ahí que algunos hayamos decidido afrontar la incomodidad de llamar al pan, pan y al vino, vino.
Es verdad que no deja de ser una experiencia personal, pero creo que no exagero si digo que la anécdota que da pie a este artículo refleja la naturalidad con que, de un tiempo a esta parte, el discurso nacionalista ha ido ganando terreno entre la opinión pública catalana mediante la aceptación generalizada de al menos parte de ese discurso, so pena de pasar por anticatalán. De ahí que todavía siga habiendo muchos catalanes en teoría no nacionalistas que de forma condescendiente asumen, en todo o en parte, el credo nacionalista para evitar ser tachados de anticatalanes. Los ejemplos van desde los grandes dogmas que sustentan la fe hasta los pequeños sucesos que supuestamente la acreditan. Prueba de esto último es la cantidad de gente que asegura haber sufrido en sus propias carnes o que dice conocer a alguien que ha padecido la intolerancia de los taxistas madrileños en relación con la lengua catalana.
De hecho, la misma persona que por mi bien me recomendaba decir Estado en lugar de España me contó hace unos años que un taxista madrileño le había obligado a bajar del taxi por hablar catalán por el móvil. Yo entonces ya recelaba de la veracidad de esa traumática experiencia -insólitamente compartida diacrónica y sincrónicamente por muchos de mis paisanos-, más que nada por el sospechoso parecido que guardaba con una anécdota explicada por el ángel caído del nacionalismo catalán, Jordi Pujol padre. Lo hacía allá por el año 2007 en la página web del centro de estudios que llevaba su nombre hasta que desapareció con motivo de la autoinmolación preventiva del patriarca. Relataba Pujol la historia de un amigo suyo: “Sube a un taxi en Madrid y una vez iniciado el trayecto hace una llamada por el móvil, en catalán. El taxista frena y le conmina a bajar, de malas maneras: ‘No consiento que en mi taxi se hable catalán’”. La conclusión de Pujol es clara: todo es fruto de la “intoxicación anticatalana”. Y la solución, también: “No bajar del taxi, no claudicar, no dejar de ser lo que somos”.
El discurso nacionalista ha ido ganando terreno entre la opinión pública catalana mediante la aceptación generalizada de al menos parte de ese discurso, so pena de pasar por anticatalán
En virtud de la infalibilidad de quien la explica, la anécdota se extiende por doquier y se convierte súbitamente en útil categoría que demuestra por sí sola la catalanofobia predominante en el resto de España y que, en última instancia, justifica la secesión porque no “nos entienden”. “Nosotros” a “ellos” sí, pero ellos a nosotros no. (Reconozco que mientras escribo esto no puedo evitar sentir un ligero vértigo porque no logro discernir si soy de los nuestros o de los suyos. La sensación se acentúa cuando recuerdo al presidente Mas explicando en Rac1 -el 7 de marzo del 2014- que defender la idea de que todos los españoles se pronuncien en referéndum sobre la independencia de Cataluña o, lo que es lo mismo, sobre la integridad de España equivale a plantear que los socios del Real Madrid voten sobre la remodelación del Camp Nou. ¡Qué fácil es todo cuando no te importa nada, más allá de tu supervivencia política!).
La “intoxicación anticatalana” de la que hablaba Pujol cuando su palabra iba a misa lo explica todo. La intransigencia de un supuesto taxista madrileño ungido con el don de la ubicuidad; el caso Banca Catalana; las cuentas en Andorra de la famiglia; la del padre biológico del hijo putativo de Pujol en Liechtenstein; la suspensión del juez Vidal e incluso la imputación del Barça por el juez Ruz. “Cataluña no se merece esto”, que diría la matrona Ferrusola. Nada escapa a la aplastante lógica interpretativa del nacionalismo.
La solución, en cualquier caso, también es única: “no bajar del taxi” y seguir preguntando “¿qué coño es eso de la UDEF?” como si no hubiera pasado nada. “No claudicar” hasta llegar a Ítaca y poder “ser lo que somos” -de nuevo me ataca el vértigo ontológico- sin que nadie nos moleste. Ni taxistas ubicuos, ni consejos generales del poder judicial, ni tribunales constitucionales, ni jueces Ruz ni Dios que lo fundó. Nosotros solos, Estado catalán.
Es posible que el hecho de que Pujol se haya dejado la infalibilidad en la travesía haga que se diluya el influjo mimético de sus anécdotas precocinadas. Sería una buena noticia, no sólo para el colectivo de taxistas de Madrid, sino sobre todo para la convivencia entre españoles. “Cataluña forma parte de nuestro patrimonio afectivo”, me escribe un amigo madrileño de pro, que, tras escuchar por YouTube un fragmento de una de mis tertulias, me dice: “Veo con una gran satisfacción que tu labor no cae en saco roto; enhorabuena y muchas gracias, en este caso, de parte de los madrileños”.
Patrimonio afectivo… Algo parecido me dijo hace poco un amigo català de soca-rel, profesor de Teoría Política de la Universidad de Barcelona, un auténtico sabio. Preocupado por la deriva política catalana, me dijo: “No me da la gana de que me quiten Madrid. ¡¿Que podré seguir yendo de visita?! ¡No te fastidia! Igual que a Singapur o a Tailandia. Madrid también es mío, y nadie tiene derecho a convertirme en extranjero en mi país”. Por eso vale la pena seguir llamando a las cosas por su nombre, por muy agotador que resulte.